En gran medida, el fallecimiento de Jiang Zemin simboliza el fin de una época en China. El denguismo, que abarcó el periodo entre 1978 y 2012, tuvo en él a uno de sus referentes clave, más que en Hu Yaobang, Zhao Ziyang o Hu Jintao, que desempeñaron cargos similares. Jiang desempeñó posiciones clave en China entre 1989, tras los sucesos de Tiananmen que le auparon a la cima, y 2004, cuando cedió la presidencia de la Comisión Militar Central a Hu Jintao. Un total de quince años marcados por la aceleración de las transformaciones económicas que permitieron a China ascender al Olimpo de las economías más desarrolladas. La media de crecimiento en aquellos años rondó el 10 por ciento.
En el frente interno, Jiang instituyó una base propia de poder (el poderoso clan de Shanghái) cuyos últimos tentáculos relevantes fueron cercenados aun en el pasado XX Congreso del PCCh, casi veinte años después de abandonar sus responsabilidades formales. Su entorno, liderado por el que fuera vicepresidente Zeng Qinghong, siguió conservando un fuerte ascendente en la estructura del PCCh.
La combinación de liberalismo económico y conservadurismo político fue característica del liderazgo de Jiang Zemin. Bajo su mandato se llevó a cabo la gigantesca transformación de las empresas estatales –pilotada por el primer ministro Zhu Rongji- y de aquella propiedad social que había connotado la mutación económica en los primeros noventa. Ello contribuiría a sentar las bases de la transformación de la propiedad –aun sin alterar la naturaleza de la tierra, que sigue siendo pública en China- sellada legislativamente por su sucesor, Hu Jintao.
Jiang transformó a China en la fábrica del mundo a un alto precio. “Primero eficacia, después justicia”, era el lema en sus años de gloria, exacerbando las desigualdades. Otro tanto ocurría con el medio ambiente, absolutamente descuidado. Ese pesado fardo, que amenazaba la estabilidad social y el propio desarrollo, debió ser corregido en los años posteriores, primero por Hu Jintao y ahora por Xi Jinping.
En lo ideológico, su pensamiento de de la triple representación propició la extensión del manto del Partido a las nuevas elites emergentes, especialmente a la clase empresarial. Dejando in albis la condición tradicional de vanguardia de la clase obrera, el PCCh quería abarcar a “todo el pueblo”, alumbrando la ilusión de una cierta socialdemocratización de su política. En ese proceso, la corrupción, en el ojo del huracán en 1989, se disparó de nuevo, gangrenando importantes espacios del partido a nivel territorial y central.
Quizá su mayor reto fue la irrupción de la secta Falun Gong, reflejo del desencanto y desconcierto de amplios sectores de la población ante la confusión ideológica de aquel periodo, que reprimió tras un primer momento de indecisión, al igual que cualquier otra manifestación que pudiera poner en peligro la estabilidad política.
En el asunto de Taiwán, el “Consenso de 1992” (una China, dos interpretaciones) que hoy sigue siendo bandera de la política china en este asunto, fue fraguado durante su mandato, si bien entró en crisis tras las tensiones de 1995-96 (la conocida como tercera crisis del Estrecho) cuando Taiwán se alejó de la senda de un arreglo entre partidos (PCCh y Kuomintang) y promovió la elección presidencial directa de Lee Teng-hui. También capitalizó la retrocesión de Hong Kong y la devolución de Macau.
Fue también Jiang el catalizador de una política exterior que aspiraba a sortear el aislamiento diplomático impuesto tras la crisis de Tiananmen. Logró importantes éxitos relanzando y normalizando las relaciones con los principales actores internacionales en un periodo marcado por las consecuencias mundiales de la disolución de la URSS y el fin de la guerra fría. Japón, la UE y, por supuesto, EEUU allanaron el camino para facilitar su entrada en la OMC, un objetivo prioritario que sin duda pudo haber influido en su contenida respuesta al quizá episodio más grave y delicado de su mandato, cuando la OTAN bombardeó su embajada en Belgrado “por error”. En el plano estratégico, su mayor innovación fue la creación de la Organización de Cooperación de Shanghái.
Será despedido como destacado líder, gran marxista, gran revolucionario proletario, político, militar y diplomático, con todos los honores en el Gran Palacio del Pueblo. Pasará a formar parte del más selecto linaje del PCCh y entronizado con un reconocimiento casi similar al de Deng Xiaoping, lo que supone una alta evaluación que realza el valor de su legado a ojos del PCCh. Los controles del Covid-19 desaconsejan cualquier ceremonia para dar el último adiós a sus restos.
Jiang Zemin, en fin, es expresión del denguismo y sus contradicciones. Xi, que contó con su aval en 2012 para acceder a la secretaría general del PCCh, debió lidiar duramente en estos años con los focos de resistencia de su clan, especialmente en el ámbito de la seguridad interna. El entorno de Jiang se habría opuesto a un tercer mandato de Xi. Hoy todos están un poco más huérfanos. Xi, que preside el comité de pompas fúnebres, tendrá la última palabra en el que será también el funeral del denguismo.
(Para Diario Público)