Ahora que se cumplen treinta años del inicio de la política de reforma y apertura en China, un proceso que tanto ha asombrado al mundo, con una tasa de crecimiento del nueve por ciento en el tercer trimestre de 2008, la progresión económica del país llegó a su nivel más bajo en los últimos cinco años. Mientras, el Banco Mundial acaba de pronosticar que debido a la desaceleración mundial, el crecimiento del gigante oriental caerá al 7,5 por ciento en 2009. Sin embargo, el Libro azul de la Academia de Ciencias Sociales de China, dado a conocer el pasado 2 de diciembre, asegura que el crecimiento en 2009 no bajará del 9 por ciento. Xi Jinping, el llamado a sustituir a Hu Jintao en la presidencia de China a partir de 2012, aseguró a los líderes regionales del Partido Comunista que la crisis financiera mundial es una oportunidad para demostrar la competencia y superioridad del sistema chino, sugiriendo un nuevo impulso de creatividad para lograr sortearla con un rápido y firme crecimiento económico. Y se han puesto a ello conscientes de la gravedad del momento.
Los efectos sociales de la crisis también se hacen notar, especialmente en el sur del país, donde los colectivos obreros se movilizan en defensa de sus derechos poniendo seriamente a prueba las virtudes de la legislación laboral que recientemente ha entrado en vigor, en teoría más proclive a respetar las demandas sociales. Los capítulos de estimulo económico, la coordinación estratégica con algunos de sus socios más importantes, se complementan con medidas de intensificación del giro social (ayudas a los colectivos más desprotegidos, alargamiento del sistema de seguridad social, apoyo a la agricultura) y de la reforma industrial, incluyendo esfuerzos para proteger el medio ambiente y políticas de fomento de la innovación tecnológica. Cuantificado, hablamos de compromisos de inversión equivalentes al 7% del PIB anual hasta 2010.
En resumidas cuentas, los dirigentes chinos anhelan transformar la actual crisis en una oportunidad para acentuar el cambio en el modelo de desarrollo y superar las fragilidades estructurales de la economía china que, por otra parte, la propia crisis revela con toda crudeza. Esas fragilidades son inseparables del modelo de crecimiento impulsado en las tres últimas décadas, que ha menospreciado los costes sociales y ambientales de un proceso de transformación que ha catapultado a China hasta convertirla en la cuarta economía del planeta. Si en 1979, exportaba por valor de 10.000 millones de dólares, en 2007 lo hacía por 1,2 billones. No obstante, ese éxito no ha hecho más que comenzar, pues, a pesar de todo, la economía china representa aún la tercera parte de la japonesa o la octava parte de la estadounidense.
El carácter ciego, en cierta medida, de esta transformación explica que las desigualdades y los desequilibrios se hayan agrandado en las tres últimas décadas, bien es verdad que en un contexto de acusada reducción de la pobreza. Pero no es este el único frente que debe encarar la reforma china. En la política interior, el reto de la democratización del sistema sugiere el inicio de un nuevo tiempo marcado por la necesidad de traducir en lo político-institucional la pluralidad que hoy abriga y aflora en el sistema socio-económico.
En lo político-territorial, a la alegría que sugiere el entendimiento con las nuevas autoridades de Taiwán, en cuyo diálogo se aprecian importantes avances, se contraponen las reclamaciones tibetanas y la subsiguiente falta de flexibilidad china, con un nivel de internacionalización creciente que pone en apuros la diplomacia de Beijing, sujeta a numerosas incógnitas. A la incertidumbre de las relaciones con EEUU en esta etapa que se abre con Obama, se suman también las inquietudes por el escenario emergente en Asia Meridional (con las tensiones en India y Pakistán) o en Japón, donde ya se añora el tiempo de Fukuda. La UE, por otra parte, ha dejado de ser la referencia de un modus operandi menos beligerante. El encuentro entre Sarkozy y el Dalai Lama sitúa las relaciones bilaterales a un nivel en franca cuarentena.
Todas esas variables vienen a constatar el inmenso cambio que China ha experimentado en estas tres décadas en las que se ha transformado, muy especialmente, su relación con el exterior. Durante quince siglos, China ha sido el centro del mundo, aunque viviendo de espaldas a él. La China actual puede llegar a ser de nuevo el centro del mundo, pero ya no podrá vivir de espaldas al resto de la sociedad internacional. El mundo armonioso que predica Hu Jintao escenifica en lo teórico-político esa propuesta de ensamblaje y acomodo que debe vencer las reticencias que existen en el exterior respecto a sus ambigüedades estratégicas. Su voluntad de cooperación con terceros, el grado de agresividad de sus multinacionales en el mercado global, de su orientación militar, o de su política energética y materias primas, confirmarán el carácter pacifico o beligerante de una emergencia que atraviesa momento de claras dificultades.
Así pues, los contenidos de la agenda china plantean desafíos de gran calado y magnitud para los próximos años. Quizás no todo sea tan fácil a partir de ahora.