A fin de contextualizar nuestro tema, es fundamental comprender el momento que vive China actualmente. En tal sentido, me gustaría formular dos breves apuntes previos. En primer lugar, China vive la última fase del proceso de reforma iniciado en 1978, conocida como la gaige-kaifang (reforma y apertura). Justamente, en 2018 se cumplen 40 años del inicio de dicho proceso cuyo horizonte se fija en 2049, cuando se cumplirán los primeros cien años de la fundación de la República Popular China (RPCh). Ese proceso iniciado en 1978, al menos en muchas de sus claves, podríamos retrotraerlo incluso a los años 60 del pasado siglo, cuando se formuló el programa de las llamadas “cuatro modernizaciones” (industria, agricultura, defensa y ciencia y tecnología), interrumpido apenas en sus inicios con la irrupción de la Revolución Cultural. Muchas de las ideas que entonces no se pudieron llevar a cabo durante el periodo llamado de la “restauración burocrática”, con Deng Xiaoping en la secretaría general del Partido Comunista de China (PCCh) y Liu Shaoqi en la presidencia, se retomaron tras la muerte de Mao (1976) en el marco de la gaige-kaifang. Pues bien, un refrán chino nos recuerda que “si uno lleva recorrido 90 pasos de un camino de 100, le falta la mitad del camino”. Quiere esto decir que esta última fase de la reforma es de una gran complejidad y dificultad, reconocen las autoridades chinas. Y probablemente no se equivocan.
En segundo lugar, el afán de culminación del sueño chino, una consigna está muy de moda en la China de Xi Jinping, secretario general del PCCh que asumió funciones en 2012. El sueño chino responde en primera instancia al afán de modernización del país y aspira a cerrar el ciclo de decadencia consumado en el siglo XIX con las Guerras del Opio y los Tratados Desiguales. Fue entonces cuando China se percató con amargura de que se había quedado atrás y que las palabras dirigidas por el emperador Qianlong al enviado del rey Jorge III de Inglaterra (“tenemos de todo, no necesitamos nada de los bárbaros…”) resultaron una insensatez que derivó en la activación de las ínfulas imperialistas que precipitaron a la China imperial en un turbio periodo, propiciando el ascenso imparable de la hegemonía occidental.
Cabe recordar que en 1949, cuando se proclamó la República Popular China, el PIB de China equivalía al de 1890. Era un país con 500 millones de habitantes, la inmensa mayoría rural, pobres y analfabetos. Aquella China arrastraba tras de sí más de treinta años de guerra. La guerra civil se desarrolló entre 1927 y 1950 y la guerra contra Japón entre 1937 y 1945. Precisamente, algunos historiadores chinos reclaman una relectura de la II Guerra Mundial, que no se habría iniciado con la invasión nazi de Polonia en 1939 sino con la invasión de China por parte de Japón en 1937.
La política china: ¿evolución o inmutación?
Fijados estos antecedentes, referirse a la evolución política de China es relativamente fácil… o no. Ciertamente, para unos, no hay nada de qué hablar porque no hay evolución, es decir, China, en lo político, es un continente inmóvil. Habrán cambiado muchas cosas en estos años en otros ámbitos ciertamente, pero en lo político todo está prácticamente igual. Para otros, desde otra perspectiva, todo está dicho y solo es cuestión de tiempo que llegue la “quinta modernización” (la política). A medida que China se desarrolle, mejore la calidad de vida, crezcan los ingresos de la población, se afiance la clase media…, la democracia caerá como fruta madura. Sin embargo, ambas posiciones requieren muchos matices. Ni es tan inmóvil ni tampoco está claro que el desarrollo desemboque por si solo en un sistema democrático homologable con Occidente. Lo innegable es que cuando hablamos de China, normalmente se presta mucha atención a la economía pero en la política también pasan cosas, aunque no siempre al ritmo y en la dirección que a muchos gustaría.
A priori, conviene tener presente que el sistema político chino tiene características especiales. La principal es que está vertebrado por el PCCh y sobre el pivotan todas las instituciones del Estado, que en China tiene un sentido muy lato. Por lo tanto, es fundamental seguir al PCCh para saber que pasa en la política china. Bien es verdad que hay otros partidos (ocho en total, un numerus clausus que no admite excepciones) pero su existencia se limita a un régimen de co-participación y no alternancia en el gobierno, a escala muy reducida y admitiendo sin ambages la hegemonía del PCCh.
¿Cuáles son hoy los argumentos centrales del PCCh y, por extensión, de la política china a día de hoy? Destacaría cuatro tópicos. En primer lugar, la idea de que la reforma se halla ante un nuevo tiempo, un reinicio, una “nueva era” caracterizada por la reforma integral, es decir, que alcanza a todos los ámbitos, temas y sectores, desde el famoso hukou a la política de natalidad, la justicia, etc., etc., constituyéndose numerosos órganos dirigentes ad hoc para asegurar una transformación profunda en dichos ámbitos. Ya no hablamos solo de economía, que también, sino de muchos otros asuntos, incluida la reforma política. De lo que se trata, sin disimulo, es de redefinir el poder del PCCh, no para rebajarlo sino para aumentarlo. La consigna que debe presidir lo que llaman el top level design es que “el Partido lo dirige todo” y esa es la garantía efectiva de que el proceso de transformación se culmine con éxito.
En segundo lugar, la lucha contra la corrupción. Los últimos años han sido especialmente intensos en este ámbito, afectando a “tigres” y “moscas”, es decir, a altos funcionarios y a otros de rango inferior, del orden civil y militar, en una escala ciertamente mayor que en periodos anteriores. En la lucha contra la corrupción, el PCCh se juega buena parte de su credibilidad ante la sociedad. Indudablemente persiste su instrumentalización como ariete de la lucha entre facciones pero en este caso todo indica que va más allá, mostrándose una firme voluntad política y un propósito rotundo de dotarse de mecanismos institucionales que trasciendan los compromisos subjetivos y temporales. En la agenda inmediata figura la creación de una Comisión de Supervisión que complementará la Comisión de Control Disciplinario del PCCh y que recuerda al Yuan de Control de la etapa republicana (con cinco poderes). Esta Comisión será de igual rango que el Consejo de Estado, el órgano de gobierno en China y pondrá bajo su lupa a todos los servidores públicos del país con una normativa que se prevé más garantista, con las salvedades y matices que esta acepción tiene en China.
En tercer lugar, el Estado de derecho, una expresión que no debiéramos equiparar de modo absoluto a lo que nosotros conocemos en nuestro entorno como Estado de derecho; por eso, a menudo lo cito como Estado con derecho porque de lo que se trata es de gobernar mediante la ley, es el imperio por la ley (no de la ley), sin división de poderes ni reconocimiento de las libertades cívicas individuales (contenidos esenciales en el formato occidental), sino recurriendo a una actualización del viejo legismo, la corriente filosófica asociada a figuras como Han Fei o Shang Yang y que está en el origen fundacional de la propia China.
Por último, la realización del sueño chino ya citado, entendido como la culminación de la modernización, un ansia colectiva que debe pasar página de las humillaciones de un pasado en el que China no disponía de las capacidades para defenderse ni proteger su soberanía. La China fuerte y poderosa que se nos anuncia en este sueño es una China plenamente desarrollada y a la vanguardia del conocimiento científico y técnico, una potencia en todos los sentidos, con las habilidades y recursos necesarios para alterar el eje de rotación del sistema global.
Un PCCh superviviente
Como digo, la clave de todo este proceso es el PCCh. Al respecto, conviene formular también algunas reflexiones. La cuestión central, a mi entender, que primero llama la atención es la capacidad de supervivencia del PCCh a momentos tan complejos como 1989 (crisis de Tiananmen, caída del muro de Berlín) y 1991 (disolución de la URSS y fin del socialismo real), que respondería a seis variables esenciales.
La primera, sin duda, el éxito de la reforma y apertura. A diferencia del Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, la gaige-kaifang, a pesar de sus problemas y contradicciones, ha sido todo un éxito. Ha catapultado a China desde aquel escenario de miseria a la condición de segunda potencia económica mundial. La gaige-kaifang no fue, no es, una perestroika a la china. Empezaron antes que los soviéticos (1978 frente a 1985) y lo hicieron de otro modo y mejor. Además, a diferencia de “experimentos anteriores” ideados para avanzar más rápido en su desarrollo, proporcionó un clima de estabilidad general – no exento de incidentes, es verdad- e incluso márgenes de libertad mayores que en ningún otro periodo anterior.
Segundo, la capacidad de adaptación. O llamémosle pragmatismo, si se prefiere. Aquello de “gato blanco o negro que más da, lo importante es que cace ratones” es revelador de aquel otro principio maoísta de “la verdad está en los hechos”. Y el PCCh de Deng ha estado muy atento a la realidad convirtiendo ésta en una fuente de legitimidad, abriendo espacios a la iniciativa social y esforzándose por acompañar con mesura y atención los cambios en el entorno. Por eso, en su proceso cabría también destacar la experimentación de las propuestas, el gradualismo en la implementación, la concepción estratégica, variables en suma que han consolidado el buen ritmo de una transformación que ha sabido tanto administrar con sabiduría lo propio como guardarse de los intereses no tan inocentes de terceros. El PCCh ha conservado la capacidad para dialogar con instituciones como el FMI o el BM pero ha evitado aplicar sin más unas recetas que tanto daño hicieron, por el ejemplo, en la propia Rusia post-soviética y su entorno.
Tercero, la mutación nacionalista de base civilizatoria. El PCCh ha logrado galvanizar en gran medida el orgullo chino, es expresión de ese orgullo y se presenta como aglutinador de la idea colectiva de China. Atrás ha quedado la beligerancia del maoísmo con el pensamiento y la cultura tradicional. Hoy el PCCh se presenta ante la sociedad china como su principal valedor y no entiende el resurgir del poder del país sin la revitalización de su cultura ancestral que, además, constituye un eficaz antídoto frente al liberalismo occidental y refuerza su argumentación en torno a la defensa de las “peculiaridades chinas” como reclamo para justificar la no adopción sin más de ideologías “ajenas” y/o pretendidamente “universales”.
Cuarto, tras 70 años en el ejercicio del poder, el PCCh ha logrado conformarse como una dinastía orgánica, la primera dinastía orgánica de la historia china. Esa ósmosis con su cultura política tradicional se ha visto fortalecida con la adopción de una institucionalidad propia que asegura una serie de reglas para evitar que los procesos de sucesión, tan delicados en estos sistemas, no devengan en luchas fratricidas. En efecto, aquellas normas relativas a la designación de los líderes, la consulta a los veteranos, el límite de mandatos, etc., conforman un patrimonio del PCCh, producto en buena medida de su historia más reciente y de la necesidad de evitar los desmanes asociados al periodo maoísta. Cuestionados y alterados a día de hoy, está por ver cómo afecta a estos procesos y en qué medida serán o no sustituidos por una institucionalidad de signo diferente que eluda la conformación de un poder absoluto y sin límites que supondría una notable regresión en el modelo conformado a la par que la gaige-kaifang. En cualquier caso, la consideración del PCCh como una dinastía orgánica, en un país habituado a las dinastías a lo largo de los siglos, le confiere un plus de supervivencia que entronca con la trayectoria histórica del Imperio del Centro.
Quinto, el eclecticismo ideológico. En el corpus ideológico del PCCh hay dogmatismo y flexibilidad, innovación e integración. Los comunistas chinos, que Stalin comparaba con los rábanos (rojos por fuera y blancos por dentro) son marxistas, leninistas, maoístas, denguistas, pero también son confucianos y legistas y en todo ello no ven contradicción sino complementariedad. Ese totum revolutum, fuente de mil y un problemas para nosotros es el yin y el yang, es la unidad de los contrarios, para ellos. Y se corresponde con un sistema híbrido en el que podemos advertir signos de capitalismo y socialismo, con planificación y mercado, con propiedad pública y economía privada, no excluyentes sino complementarios, influyéndose mutuamente, no negándose sino en permanente evolución y sin fronteras sacrosantas.
Por último, un severo control de la sociedad. Es verdad que este se relajó con la reforma. No es ni mucho menos comparable con la situación durante el periodo maoísta, pero sigue siendo estrecho y actúa a través de cuatro mecanismos destacables. En primer lugar, la seguridad pública, que pone el acento en la disidencia en general y particularmente en los sectores considerados sensibles (religiosos, periodistas, intelectuales). En segundo lugar, los órganos de propaganda, siempre muy activos aunque con un eco probablemente relativo salvo en lo que atañe a la fibra nacionalista. Indudablemente, el control de Internet es conocido y a cada paso más acentuado. Los medios de comunicación ahora están más supeditados que nunca al PCCh tras exigir Xi Jinping que lleven el “apellido del Partido”. En tercer lugar, el sistema educativo, que actúa no solo a través de los contenidos de los manuales escolares y los programas curriculares sino también por medio de la formación patriótica y una disciplina muy exigente, en algunos casos, paramilitar, y desde la primaria a la universitaria. Por último, las organizaciones sociales como mecanismo de encuadramiento cívico y en las que el control del PCCh es muy directo.
En resumidas cuentas, el PCCh (fundado en 1921 y por lo tanto muy cerca de su primer centenario) no es un partido revolucionario empeñado en la revolución permanente y en la consecución de la revolución mundial, sino de gobierno. Y tiene dos características que importa destacar a estos efectos. Se trata de un partido tentacular con una omnipresencia que abarca el ámbito territorial (central, provincial, local…), social (afectando a todo tipo de asociaciones, universidades, etc.), igualmente en la economía y tanto en el sector público como privado, en las empresas nacionales o extranjeras; también el ámbito de la defensa, claro está, recordando que el EPL es el Ejército del Partido no del Estado (una de las modificaciones más recientes en este aspecto afecta a la subordinación de la Policía Armada Popular, que ahora pasa a depender del Comité Central del PCCh y no del Consejo de Estado), y también en el exterior, tanto en las embajadas como en las propias empresas chinas implantadas en el exterior y en todo tipo de unidades, también culturales, que coordinan sus esfuerzos para aumentar la capacidad de proyección del poder blando de China.
El PCCh tiene casi 90 millones de militantes y constituye una elite integrada por cuadros bien preparados que conforman un auténtico neomandarinato, seleccionado y promovido teniendo en cuenta las tradicionales reglas de la meritocracia.
La irrupción del xiísmo
En este contexto, ¿qué nos dicen estos últimos años de Xi Jinping y los resultados del XIX Congreso del PCCh? Abundaría en las siguientes ideas.
Primero, que el desarrollo sigue siendo la máxima prioridad de China. En tal sentido, la agenda para los próximos años incluye un avance en dos grandes zancadas (2020-2035 y 2035-2050) para culminar el proceso de modernización con el tránsito hacia un nuevo modelo de desarrollo basado en la innovación y la calidad, con un mayor papel del mercado pero igualmente manteniendo un régimen de propiedad mixta con especial holgura para la propiedad pública, el músculo económico del PCCh. China tiene claro desde hace tiempo que no quiere ser la “fábrica del mundo” y que su modernización exige otro modelo que inicialmente se configuraría como una economía de mercado a la china, es decir, una economía con un mercado gobernado por el PCCh.
Segundo, un modelo de desarrollo sostenible, es decir, que preste más atención a variables muy descuidadas en los últimos lustros, con especial atención a los factores sociales y ambientales. En 2020, el objetivo de construir una sociedad modestamente acomodada y con la pobreza erradicada se complementa con la identificación de grandes objetivos ambientales que pongan vías de solución al daño producido en el medio como consecuencia de décadas de un desarrollo desaforado, con un alto crecimiento pero de baja calidad. En esta línea, la corrección de los grandes desequilibrios territoriales y sociales constituye un barómetro insoslayable de la sostenibilidad. La inversión en educación, en servicios sociales, en salud, etc., constituyen una demanda inevitable, al igual que la elevación de los ingresos (duplicación en 2020 de los ingresos per cápita con respecto a 2010) para crear una sociedad de consumo que soporte un crecimiento menos dependiente de las inversiones y del comercio exterior y de unos salarios “competitivos”, a la baja. Esa etapa quedó atrás. Pero China aún se ubica en la posición 90 en términos de Índice de Desarrollo Humano. Le queda, por tanto, un largo tramo que recorrer para que los beneficios del desarrollo de los últimos años alcancen al conjunto de la sociedad y esto en condiciones complicadas con una demografía que será muy exigente en los próximos años. La tercera parte de la población de Shanghái, por ejemplo, es mayor de 60 años. La jubilación en China se mantiene en los 55 años para las mujeres y los 60 para los hombres.
Tercero, en lo político, la actual trayectoria apunta a consolidar una vía propia en contraposición al modelo occidental. Los debates en torno a la democracia, ya no estrictamente occidental sino adjetivada como deliberativa o consultiva o incremental están pasando a tercer plano. Hoy, la clave es la lealtad y los trazos dibujados por el PCCh apuntan a la reafirmación de una nueva legitimidad que asegure la perennidad del PCCh, una legitimidad que ya no solo sería de origen o se fundamentaría en los logros económicos de los últimos años sino en la propia ley y en la Constitución. El xiísmo, como nueva guía teórica e ideológica del PCCh, sugiere la máxima concentración del poder en condiciones de repartidirización absoluta del Estado y de reconcentración absoluta del poder con el declarado propósito de blindarse contra los hipotéticos riesgos de desestabilización en un momento en que la reforma se adentra en “aguas profundas”. Es por eso que la insistencia en un líder fuerte que pase página del liderazgo colectivo –considerado débil- se enmarca en la voluntad de acelerar el paso y aprovechar la oportunidad estratégica (que brinda el desconcierto occidental) para evitar trampas –incluida la de Tucídides- que puedan poner en peligro el objetivo histórico de la modernización.
En la misma línea, en el plano internacional, tendremos que habituarnos a una diplomacia mucho más activa, como ya estamos viendo prácticamente desde los Juegos Olímpicos de 2008. China quiere hacerse un hueco en la gobernanza mundial y para ello se propone reducir la simetría existente entre su relevancia económica y comercial y su peso en las instituciones globales. Esto no siempre es bien comprendido por las potenciales occidentales y dominantes, acostumbradas a campar a sus anchas sin apenas encontrar resistencias a sus planes. Pero ese tiempo también se acabó y si Occidente no se aviene a negociar esa progresiva incorporación, China se lo saltará para instituir sus propios acrónimos (como ya viene haciendo con la OCS, el BAAI, los BRICS, etc). La propuesta de comunidad de destino compartido viene a reivindicar esa idea de compartir el liderazgo global. Por otra parte, la propuesta de la Franja y la Ruta concreta su modelo de globalización, basado no solo en el comercio de mercancías sino en las infraestructuras y operando un mayor respeto a las singularidades nacionales en cuanto a la definición del modelo económico interno. En paralelo, su creciente papel mediador en conflictos en su periferia (Myanmar, Corea, Afganistán-Pakistán) y más allá (Oriente Medio) indican el afán de implementar una diplomacia más incisiva pero igualmente diferenciada en sus procedimientos y propuestas de la hegemónica e inspirada en su trayectoria civilizatoria.
Por último, en el plano de la seguridad, el salto cualitativo es evidente a la vista de la reciente reforma militar que tiene como propósito principal capacitar al EPL para estar en condiciones de “librar guerras y ganarlas”. Esa mejora de las capacidades tiene como preocupaciones mayores el blindaje de la soberanía nacional y la defensa de los “intereses centrales” del país. Dichos intereses, en la medida en que puedan colisionar con los de terceros (pensemos en Taiwán o en las disputas territoriales en los mares de China, tanto oriental como meridional) pueden ocasionar tensiones graves. La estrategia del Indo-Pacífico y la pinza integrada por EEUU, India, Japón y Australia con vistas a la contención de su emergencia puede derivar en tensiones de incierto alcance en el futuro inmediato.
Unos desafíos de envergadura
Precisamente, entre los desafíos que China debe enfrentar en los próximos años, las hipotecas territoriales destacan sobre cualquier otro factor. Ya hablemos de Tibet, Xinjiang, Hong Kong o Taiwán, la estabilidad está lejos de garantizarse. Los problemas de Tíbet quizá sean menores que hace unos años pero ahí siguen y los de Xinjiang se han agravado. Por otra parte, en Hong Kong, tras el Movimiento de los Paraguas y el cuestionamiento del principio de autonomía y de “un país, dos sistemas” (que algunos definen como de “un país, 1,5 sistemas”), señalan un horizonte complejo. Y no digamos el problema de Taiwán, hoy gobernado por los soberanistas del Minjindang que persisten en su propósito de alejar a Taipéi de los planes reunificadores de Beijing contando para ello con la complicidad, parece, de la Administración Trump. La hipótesis de una guerra nunca puede ser descartada y de hecho los movimientos militares en el entorno de la “isla rebelde” se han multiplicado en los últimos meses, al igual que la presión política y diplomática. Tan evidente es que la pacífica es la primera opción de la reunificación como igualmente que esa reunificación es la otra cara de la modernización y Beijing nunca dará esta por lograda sin ubicar a Taiwán en su regazo. Entre otros porque Taiwán es asimismo expresión de su decadencia (cesión a Japón en 1895 por el Tratado de Shimonoseki) de otrora.
Indudablemente, el éxito de la transformación económica y social en curso, de esa reforma integral que se asemeja a los mil platillos dando vueltas en el aire y solo sostenidos por la varilla del PCCh, es fundamental para que la estabilidad persista. En ello influye el propósito de conformar un nuevo modelo con mayor riqueza y mayores dosis de justicia social pero en lo político, el carácter restrictivo de la reforma confrontado con una sociedad más abierta como consecuencia de los cambios introducidos en los últimos lustros, puede derivar en tensiones. Los momentos que hoy se viven de auge del culto a la personalidad, más incluso que la represión a ultranza de la disidencia, y de intensificación de todos los controles pueden tener respuesta en una desafección y descontento que aflorarían a la menor oportunidad.
Por último, con una China a cada paso más presente en el mundo, deberá hacer más para convencer de la bonhomía de sus propósitos. Bien es verdad que China no tiene tras de sí una historia de intervenciones como la hoja de méritos que puede presentar el Occidente imperialista y colonialista pero igualmente lo es que la reforma ha derivado en una ruptura histórica asombrosa. Si la China del emperador Qianlong no necesitaba nada del exterior, esta China si necesita mucho y de todo del resto del mundo. La interdependencia es un hecho consumado y esto le obligará a desarrollar una política exterior más atenta a la protección de sus intereses. Beijing rechaza imitar a Occidente, también en esto, y no puede retornar al autosostenimiento. Las noticias que informan de su base en Yibuti y la ambigüedad de algunas inversiones en plazas estratégicas abundan en un marco por el momento tímido pero cuya evolución es incierta a futuro.
El sueño chino de la modernización
En conclusión, podemos decir que China tiene al alcance de la mano la culminación del objetivo histórico de la modernización soñada ya a finales del siglo XIX. Pero le queda un trecho por recorrer, un trecho que es en extremo complicado, sin poder descartarse que fracase.
Ese trecho, China lo quiere recorrer a otra velocidad, más moderada (lo que llaman la “nueva normalidad”) marcando ella misma el ritmo, adaptado al cambio de carril. Al hacerlo pugnará por recuperar una posición central en el sistema internacional, lógica si tenemos en cuenta su condición de Estado-continente. La anomalía es su marginalidad. Pero probablemente la mera sustitución de una centralidad por otra no necesariamente supondrá un alivio para los problemas de la humanidad si no se acompaña de otras políticas. En ese tránsito, el compromiso con la multipolaridad también estará a prueba.
Cabe esperar que el PCCh, como referente incuestionable del sistema político y artífice de la enorme transformación de la China Moderna, siga defendiendo con convicción su afán de consolidar un proyecto autónomo, no necesariamente mesiánico sino, sobre todo, atento a las singularidades históricas y culturales del país.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China, www.politica-china.org
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