Cien años. Ahí es nada. La cifra impone respeto. Y de ellos, setenta y dos en el poder. Casi como el PCUS en la URSS, que sumó solo dos más. Poco falta ya para certificar la superación. Por el rabillo del ojo, el PCCh siempre ha seguido muy de cerca el desarrollo de su “hermano mayor”, quien desempeñó un papel vital en su propia fundación y en su proceder en los primeros lustros hasta que llegaron las disensiones y después las rupturas. Mao lo expresó poéticamente: “no puede haber dos soles en el cielo”.
Si comparamos la situación de ambos partidos a esa edad, la memoria del PCUS nos remite al fatídico año de 1989, que aceleró el desmantelamiento del llamado socialismo real en Europa, el fin de la política de bloques y la posterior disolución de la propia URSS. Por el contrario, el PCCh ofrece una panorámica diametralmente opuesta. Los comunistas chinos no solo se adelantaron a la perestroika iniciando la reforma y apertura tras la muerte de Mao sino que fue llevada a cabo con éxito. Indudablemente, el contexto exterior le favorecía, en especial el apoyo de EEUU y otros países occidentales tras la normalización de las relaciones en los años setenta, pero igualmente el momento interno y la pericia del mandarinato y sus estratagemas.
En esos años clave, cuando el PCCh también debió enfrentar la grave crisis política de Tiananmen que hizo zozobrar las vigas sistémicas trazadas en 1949, resuelta por la vía de la represión sin contemplaciones, en Beijing se extraían lecciones a toda prisa para asegurarse su propia perennidad. Hay tres especialmente que quizá cabría destacar. Primero, no confiar en Occidente, cuyo mesianismo tiende a sustanciarse en una pérdida de soberanía, un atributo irrenunciable para el PCCh. Segundo, prestar atención a la variable étnico-territorial a la vista de la significación de las tensiones en la periferia báltica o caucásica que pusieron en jaque el reformismo gorbachoviano. Tercero, no desatender la ideología, aspecto determinante para preservar la unidad y cohesión del liderazgo y su proyección en todos los niveles del poder.
¿Los comunistas chinos han tenido éxito porque han dejado de serlo? Hay quien puede conformarse con esta versión teniendo en cuenta los signos de capitalismo que inundan China. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Desde luego, muy pronto tomaron distancia con la ortodoxia marcada por Moscú. Desde entonces, la heterodoxia fue su señal de identidad, tanto en el maoísmo como en el denguismo. Su evolución es manifiesta, afianzándose la ósmosis cultural y civilizatoria donde antes había un rechazo culpabilizador de todas las taras que habían precipitado a China en la decadencia. Ese tránsito es igualmente perceptible en la reconsideración de algunos tabúes sistémicos (el mercado o la propiedad privada) que hoy certifican el carácter híbrido de la realidad china. Con todo, el principal dogma intocable sigue siendo la hegemonía política del PCCh, por más ajustes que puedan acompañar las necesidades de cada momento.
La base de partida en términos de desarrollo que debió asumir el PCCh era sumamente débil, lastrada por los efectos de guerras interminables, invasiones y un sistema feudal que prolongó su influjo hasta el siglo XX. Ante tal descalabro nacional, incluso sumando los desvaríos del maoísmo, el balance de gestión apabulla: un país sumido en la miseria y la destrucción en 1949 hoy es la segunda economía del mundo. Las dos principales vías ensayadas, la del maoísmo y el denguismo, con sus similitudes y contradicciones, empujaron en la misma dirección.
El margen de confianza con que cuenta el PCCh en la sociedad china sigue siendo alto, según muestran diferentes encuestas de opinión. La coyuntura de confrontación al alza con Occidente es interpretada ampliamente en China como un intento de frenar su ascenso. El nacionalismo, clave en su trayectoria y en este centenario, ofrece una coraza de resistencia que opaca otras tensiones que en otras circunstancias podrían asomar con más fuerza en la agenda.
Para el PCCh, la preocupación de mayor alcance radica en preservar la cohesión del liderazgo y sus políticas. El riesgo que sobrevuela su longevidad deviene de la cristalización de descontentos con la nueva institucionalidad diseñada por Xi Jinping, en varios aspectos próxima a los excesos de un maoísmo que el Partido condenó de forma explícita en 1981. Esa revisitación, también presente en la literatura política promovida para este centenario, incomoda y no solo en ambientes veteranos afines a un Deng Xiaoping que cotiza a la baja. El XX Congreso, que debe celebrarse en el otoño del próximo año, pudiera representar un punto de inflexión, como también lo supuso en el caso del PCUS (1956), consolidando la impronta xiísta por varios años, lo cual equivale a la reafirmación de una voluntad de vigilancia extrema de aquellas tres variables que según la experiencia soviética pueden agrietar y hasta destruir su magisterio.
(En Diario El Correo, 29.06.21)