Tras la reunión informal de verano de la dirigencia china en Beidaihe, no debiera demorarse mucho la convocatoria oficial del XX Congreso del Partido Comunista de China (PCCh). Las duras restricciones impuestas en la capital para convertirla en una burbuja que garantice a toda costa la ausencia de contratiempos por el Covid-19 se podrían reforzar, no obstante, con un anuncio tardío, rígidamente preservado merced a esa disciplinada opacidad que caracteriza la política china.
De cara al conclave, hay dos debates y medio que merecen interés. Y digo medio porque el desenlace de una parte, aquella en la que pone el foco la mayoría de los medios occidentales, ya se da por concluido: la continuidad de Xi Jinping. Llegados a este punto, si por alguna razón no continuara, sería una verdadera hecatombe. Otra cosa es como se efectivice. Pudiera ser bajo la fórmula actual (secretario general del partido, presidente del Estado y de la Comisión Militar Central) u otras más livianas. No menos importante será la composición del Comité Permanente del Buró Político y sobre todo si entre sus incorporaciones se aventura o no un hipotético sucesor. Porque bien podrían ser cuatro, al menos, y no tres, los mandatos quinquenales de Xi. E igualmente el nivel de sus concesiones internas más allá de lo relativo a pactos previos, que tendrían su principal reflejo en el ascenso de Hu Chunhua para sustituir al primer ministro Li Keqiang.
Con independencia de las personas, lo realmente importante de esto es la cuestión de la sucesión. La continuidad de Xi echa por tierra un gran logro del denguismo. En efecto, Deng Xiaoping cerró en un cuarto oscuro y bajo siete llaves el errático proceder del PCCh durante el maoísmo en tan delicada cuestión. Instituyendo reglas para arbitrar una sucesión ordenada y pactada se aseguraba la estabilidad y la convivencia entre las diferentes líneas, corrientes y clanes. La llave maestra que ahora exhibe Xi para poner en solfa dicha institucionalidad es su propia continuidad, que abre serias incógnitas sobre el mecanismo que en el futuro podría adoptar el PCCh en este aspecto. Por tanto, más que los nombres, lo realmente importante es la definición de un nuevo modelo sucesorio que aporte estabilidad al complejo sistema chino.
¿Más xiísmo?
Un segundo debate tiene que ver con la línea política. Esto tiene más chicha, naturalmente. En una sesión de estudio de funcionarios de nivel provincial y ministerial llevada a cabo a finales de julio, Xi apuntó los objetivos, tareas y políticas a desarrollar en los próximos años en coherencia con la estrategia de dos etapas (2035-2049) y reafirmando al completo los ejes definitorios de su mandato. Así pues, en lo ideológico todo apunta a que el xiísmo goza de buena salud y que el eclecticismo de preeminencia marxista prevalecerá sobre cualquier tendencia liberal.
¿Tendrá algún impacto en dicha política la compleja situación de la economía china? La dramática lucha contra el Covid-19, olas de calor inusuales, sequías e inundaciones, escasez de energía, etc., han provocado consecuencias graves, afectando al empleo y la producción. En este contexto, no falta quien atribuya las dificultades a las hipotéticas rigidices de un modelo económico que no incorpora dosis suficientes de liberalidad y sugieren la adopción de un enfoque más favorable al mercado.
Hasta ahora, el cambio en el modelo de desarrollo, apostando por la mejora de la calidad y la innovación, se conduce bajo el estricto marco de un esquema que insiste en preceptuar la condición básica de la propiedad pública como principal o la vigencia incontestable de la planificación económica. La sucesión de crisis como la inmobiliaria, los problemas ligados a las finanzas grises (como hemos visto en Zhengzhou) o la situación de la deuda china, son problemas de larga data. No son resultado del modelo diferenciado chino y probablemente es esta diferenciación la que aporta más ventajas comparativas para hallar soluciones estructurales a medio plazo que eviten explosiones sociales y permitan mantener la estabilidad de la economía.
Es este un debate que trascenderá al XX Congreso aunque en este es previsible que las tendencias mostradas durante el xiísmo (desde la repartidirización del Estado, la reafirmación de la relevancia de la economía pública o la insistencia en la gobernanza del mercado) sigan prevaleciendo. Cabe significar en este sentido que la corrección del rumbo liberal de la economía china no se inició con Xi sino con Hu Jintao (2002-2012). Fue este quien instituyó de manera enfática, por ejemplo, la importancia del control público de los sectores estratégicos o quien dio los primeros pasos en el cambio del modelo de desarrollo o en el énfasis de la justicia social con su “sociedad armoniosa” que ahora Xi transmuta en “prosperidad común”. Otro tanto podríamos decir a propósito del enfoque de las cuestiones ambientales y la “civilización ecológica”. Lo que sí se ha descartado es el giro liberal que apadrinaba Li Keqiang, quien tras el encuentro en Beidaihe aprovechaba una visita a Shenzhen para depositar flores ante la estatua de Deng en el parque Lianhuashan. Quizá con más nostalgia que júbilo. Y lo más probable es que aunque Hu Chunhua asuma el cargo de primer ministro en marzo de 2023, esa política no varíe. Aun siendo de la misma facción que Li, es distinta su sensibilidad.
Por otra parte, no conviene olvidar que a pesar de estos matices, algo superior les une a todos ellos: la defensa del sistema político –basado en la hegemonía indiscutible del PCCh- como garantía de la culminación del proyecto histórico. Wang Huning es expresión de ese hilo que cose las diferentes épocas que transitan de Jiang Zemin a Xi Jinping.
Esta China no crecerá a través de grandes olas de privatizaciones, como sugieren desde el Occidente liberal, y confía en seguir profundizando su modelo (que incluye también un sector privado muy potente que representa hoy el 60 por ciento del PIB del país y el 80 por ciento del empleo urbano, según cifras oficiales). La apertura al exterior, tanto por la vía de abrir su mercado interno (los mercados financieros son el foco ahora mismo) como de inyectar dinamismo a través de su expansión internacional (no solo la Franja y la Ruta sino también la Asociación Económica Integral Regional o RCEP), tampoco será dejada a un lado. La novedad, ciertamente relevante, sí, es que ya no estará centrada en EEUU.
¿Precipitación en la política exterior?
Un tercer debate es la caracterización de la situación internacional y la respuesta del PCCh (y, por ende, de China) a una coyuntura a cada paso más problemática. El horizonte de tensas relaciones con el Occidente desarrollado (con EEUU a la cabeza) advierte de una derivación hacia una posible reedición de la guerra fría. Cabe esperar que el PCCh opte por hilar fino, explorar las contradicciones, evitar un eco excesivo de las apelaciones al desacoplamiento, seguirá primando el desarrollo y, sobre todo, impulsará cuanto pueda su propia red de acrónimos.
El juicio de la política exterior bajo Xi gira en torno a si hubo o no precipitación en el abandono de la modestia denguista. Pero la puesta en escena de esa inflexión es anterior a Xi: es 2008, los Juegos Olímpicos. Entre bambalinas se estaban gestando ideas y proyectos que Xi pudo implementar nada más llegar. Los problemas de China en la relación con EEUU se diría que empezaron cuando se negó a ser la otra parte del G2 que sugería Hillary Clinton o cuando desdeñó cualquier interés en sumarse al G8-1 (Rusia). En verdad, la causa de las tensiones que circundan la política exterior china obedece a su empeño en transitar por una vía propia, decisión que es interpretada en Occidente como un desafío a su hegemonía al que responde con un envite en toda regla.
Es comprensible entonces que el mayor reto para el PCCh es lograr que EEUU acepte su desarrollo, tal como indicó el embajador Qin Gang en el Foro de Seguridad de Aspen (Colorado) el pasado julio. Por ahora, las medidas de EEUU las conocemos: reforzar las alianzas en el Indo-Pacífico, Europa y Oriente Medio, aumentar la presión estratégica por doquier, incrementar la tensión en torno a Taiwán y el cerco económico, con especial énfasis en las tecnologías clave. Solo esto cambiaría si China baja la cerviz y tampoco esto es probable que ocurra. Puede haber diferencias en el liderazgo chino pero si algo las amortigua es el consenso nacionalista, imbuidos como están de la convicción histórica que nutre sus ambiciones, aun sin albergar, reiteran, propósito mesiánico alguno. ¿Hay espacio para una estrategia de compromiso? En ella habría que trabajar.
La seguridad política
En la sociedad china hay síntomas de cansancio. El malestar por la persistencia del Covid-19 y lo draconiano de las medidas de contención, a veces dispares de provincia a provincia, han generado desasosiego así como preocupación por las consecuencias en una economía a la que le cuesta recuperar el pulso del crecimiento. En la reciente crisis de Taiwán, muchos chinos, compartiendo la irritación de su gobierno, permanecieron en vela la noche del arribo de Nancy Pelosi, a la espera quizá de una acción contundente que no llegó. Para algunos, otra decepción.
Desde el prisma del PCCh, en la que se adivina como una etapa crucial en su estrategia de desarrollo y modernización, la seguridad política debe primar sobre cualquier otro valor. Y esa exigencia se traduce para el PCCh no solo en más Xi sino también en más xiísmo en el horizonte inmediato. Ese podría ser el anticipado balance del XX Congreso.