La fulminante destitución del primer secretario del Partido Comunista de China (PCCh) en Shanghai, Chen Liangyu, no es un hecho aislado y tiene un doble significado.
De una parte, es indicativa de la contundencia y seriedad de la campaña contra la corrupción que ha emprendido Hu Jintao. Cabe recordar que Chen es miembro del Buró Político del PCCh. Por otra, es evidencia de la soterrada lucha emprendida por Hu Jintao contra el llamado clan de Shanghai.
A lo largo de casi tres lustros, Jiang Zemin, al frente del PCCh entre 1989 y 2002, ha tenido tiempo para configurar una tupida red política y clientelar, con prolongaciones en todos los segmentos del Partido y del Estado. Jiang, una vez jubilado, ha querido desempeñar en la sombra el mismo papel que Deng Xiaoping. Después de vencer sus resistencias a abandonar la presidencia de la Comisión Militar Central (en marzo de 2004), Hu le ha jubilado con todos los honores publicando sus Obras Escogidas e invitando a todo el Partido a su lectura y estudio. Hay otros clanes en el PCCh (Shandong, Guangdong,…) pero ninguno tan poderoso como el de Shanghai.
Chen Liangyu tenía los días contados. El fondo de pensiones gestionado por el departamento municipal de trabajo y protección social de Shanghai, debía haber invertido su dinero en la red de autopistas, pero no lo hizo directamente, sino prestándoselo, a través de la banca pública, a una oscura sociedad de inversiones capitaneada por Zhang Rongkun quien ha realizado adquisiciones espectaculares con motivo de la privatización de las autopistas interurbanas. La irregularidad de muchas de las operaciones realizadas hizo crecer un escándalo político-financiero que en julio cristalizó con la dimisión de Zhu Junyi, director del departamento de trabajo y protección social de Shanghai. Tres semanas más tarde Qin Yu, durante diez años jefe de gabinete de Chen Liangyu, era sometido a arresto. La investigación, comandada por Beijing, que decidió enviar una comisión especial integrada por 100 personas del departamento de disciplina del Partido a Shanghai, se ha extendido a altos cargos de varias empresas y podría alcanzar al propio Huang Ju, viceprimer ministro y antiguo alcalde de la ciudad, actualmente miembro del Comité Permanente del Buró Político, el máximo órgano de poder chino.
La actual campaña de Hu Jintao contra la corrupción va más allá de los patrones habituales, aunque está por ver si llega hasta las últimas consecuencias. Su extensión abarca numerosos dominios: desde la construcción – sector al que se atribuye en torno al 30% de los casos de corrupción que se producen en el país-, hasta la burocracia local, amenazando con cerrar buena parte de las oficinas que numerosos ayuntamientos tienen en la capital para recabar favores, a cambio de jugosos sobornos, de los funcionarios del poder central. Con todo, el asunto más preocupa es la elección de los 100.000 responsables partidarios que a escala de todo el país tienen la llave de mil y una puertas. En dicho proceso, actualmente en curso debido a los preparativos del XVII Congreso, a celebrar en noviembre de 2007, pesan cada vez más las interferencias de numerosos grupos de presión, especialmente económicos, que tratan de fidelizar a estos cuadros, en detrimento de la autoridad del Partido. Publicadas en pleno agosto, dos circulares internas establecen normas de incompatibilidad muy severas para los procesos electorales y recuerdan a todos los militantes la obligación de informar acerca de sus inversiones, negocios, e incluso viajes, cambios en la situación familiar (matrimonios con extranjeros, por ejemplo), o incluso de la participación en funerales.
La lucha contra la corrupción de Hu, con ser justa, abriga dos sospechas. En primer lugar, su eficacia. Siendo juez y parte al mismo tiempo, y excluyendo tanto la transparencia como la participación social, la credibilidad del PCCh está en entredicho. El cese de Chen Liangyu puede interpretarse como una demostración de que el Partido no se amilana ni ante el mayor rango, pero también como una clara señal de que el magma corruptor alcanza todos los confines del poder, la cima incluida. En segundo lugar, su instrumentalización. Ese control de lo que se debe y no se debe hacer, de lo que es oportuno o inoportuno, tiende a traducirse en términos de lucha política interna, alentando el escepticismo social sobre las últimas intenciones de tan benigno cometido que, a priori, contaría siempre con el apoyo de una sociedad muy hastiada de la corrupción.
La medida del éxito o fracaso de la estrategia de Hu se determinará, esencialmente, en función de la radiografía de la Comisión Permanente del Buró Político que salga elegida en el XVII Congreso del PCCh. Hay miembros que se pueden dar por jubilados, entre ellos el citado Huang Ju; también Luo Gan, el poderoso responsable de seguridad, del clan de Shandong; igualmente, Wu Guanzheng, responsable de disciplina. Con Hu podrían continuar: Wen Jiabao, su primer ministro; Li Changchun o Wu Bangguo, presidente de la Asamblea Popular Nacional. En la cuerda floja se encontrarían Jia Qinglin, presidente de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino y, sobre todo, el vicepresidente del Estado, Zeng Qinghong. Este último es el principal valido de Jiang Zemin en la cúpula del poder chino y el principal exponente del éxito de la estrategia de Hu vendrá determinado por la derrota de Zhen.
Se trata de una batalla por el poder, pero hay más. Detrás de las opciones personales de unos y de otros, existen matices importantes en la política a desarrollar. No es solo cuestión del ritmo de la reforma, sino también de su orientación final. Siguiendo la estela taiwanesa, algunos consideran llegada la hora de poner proa a una reforma política que en el plazo de una década pueda convertir a China en un país internacionalmente homologable. Hu parece resistirse a tirar la toalla, y sigue postulando la vigencia de la actual política concediendo la máxima prioridad a la revitalización del Partido y a la solución de los desequilibrios territoriales y sociales, exacerbados durante el largo mandato de su antecesor, Jiang Zemin.