La maquinaria parlamentaria china ha tenido siempre un peculiar recorrido. Desdoblada en dos fórmulas institucionales (Asamblea y Conferencia Consultiva) y dos expresiones funcionales (comité permanente y macrosesión), mostraba cierto brillo a ojos del mundo exterior al exhibir todo su esplendor arquitectónico y populoso, cosa que acontece una vez al año, con la reunión simultánea de las dos sesiones.
En el denguismo, esa dinámica experimentó una renovación importante. No solo se trataba de enriquecer su ritual de forma que mejorara la comunicación y la cercanía a la sociedad. Muy alejada de la dinámica parlamentaria liberal, aun sin alterar su núcleo duro, es decir, la función legitimadora en base a la primacía de los consensos fraguados discreta e internamente sobre el debate acalorado, fue ganando pequeños espacios de protagonismo. Y sin llegar a representar un contrapeso ni ambicionar un papel de control de la acción de gobierno, transitaba gradualmente hacia una mayor autonomía y profesionalismo siempre observando la punción instrumental proyectada por el Partido.
Aunque el espacio para las sorpresas ha sido muy limitado y el guión general ha estado siempre escrito de antemano, el afán de proveer un mayor dinamismo y representatividad se interpretó como un guiño capaz de incorporar ciertos procedimientos, como en tantos otros dominios ha hecho China, que abundaban en una mayor dosis de equiparación. La obsesión por la estabilidad ha tenido aquí un proceso sólidamente trazado pero interesado a la vez en incorporar una cosmética homologable, tratando de mitigar así una diferenciación advertida en cierto modo como un lastre.
Este marco ha sido tradicionalmente el escenario de mayor visibilidad del primer ministro, tanto al presentar el informe sobre la labor del Gobierno como en la conferencia de prensa final, a menudo más reveladora y directa que los propios dictámenes parlamentarios. Zhu Rongji fue quizá el primero que le aportó una pincelada de color. Y, sobre todo, Wen Jiabao, quien probablemente llegó a brillar más que el propio presidente Hu Jintao. Li Keqiang, manejando con soltura también los focos, ofrecía siempre alguna perla, a menudo interpretada como un contraste complementario del horizonte dibujado por el xiísmo. Li tenía aquí su momento de gloria, escasos, pero del que otros podían recelar.
Que al albur de esa rica trayectoria, el primer ministro Li Qiang renuncie a la conferencia de prensa final devalúa el interés de las dos sesiones y las retrotrae a una praxis del pasado que congenia realmente mal con la necesidad de comunicar más y mejor las decisiones políticas. Indudablemente, supone también una muestra más del distanciamiento con la práctica del denguismo y refuerza la impronta rupturista del xiísmo. El premier, optando por un perfil bajo, abdica de una proyección política pública y genuina. Y, sobre todo, deja en claro que no hay más que un único sol en el cielo y que lo mejor es no tratar de hacerle sombra para evitarse disgustos.
La opción de Li Qiang no debiera minimizar el balance de las decisiones adoptadas, incluidos los usuales llamamientos reiterados a cumplir las metas marcadas para el desarrollo o a impulsar nuevas fuerzas productivas de calidad, que resumen el latido de la política china. Pero cuando la confianza se ha convertido en el mantra indispensable de la economía, apearse de la tribuna pública equivale a dar por perdida una importante oportunidad para transmitirla.