A un año del decisivo XX Congreso del PCCh en el que Xi Jinping selló la quiebra de los mecanismos que Deng Xiaoping había dispuesto para asegurar la estabilidad política del país, China y el propio Xi afrontan un momento de inusitada complejidad. ¿O no tanto?
De una parte, a la economía, lastrada aun por los duros efectos de la reciente pandemia, le cuesta arrancar. De otra, la sucesión de episodios que afectan a altos funcionarios del poder civil y militar abren incógnitas de incierto alcance ante la persistencia de la opacidad sobre sus circunstancias reales.
Xi, con una década de liderazgo a cuestas, asentó su magisterio en algunos ejes clave. Ante el PCCh resaltó lo negativo de la herencia recibida, con grandes taras estructurales que no fueron abordadas a tiempo mientras crecía la complacencia ante los buenos dígitos del crecimiento. Por otra parte, esa complacencia justificaría el aumento del intervencionismo en la gestión económica con el propósito de afrontar con decisión un cambio en el modelo de desarrollo que debía atender el interés general. Y al interés del país, lo cual hacía primar cierto redoble nacionalista auspiciando un rearme ideológico de doble signo, marxista en atención a la matriz fundacional, y patriótico, en coherencia con el largo empeño modernizador llamado a culminar en 2049.
Desde fuera cuesta apreciar con mínima seguridad y certeza cuanto ocurre en China y es fácil errar. Más aun cuando tantos impedimentos se disponen para lograr una visión exhaustiva y diestra. A menudo, cuando una protesta se desata con mayor o menor impacto ya la pregunta se dispara hacia si se viene o no un nuevo Tiananmen 89. Otro tanto podríamos decir de la economía. En las últimas décadas, hemos sido testigos de visiones casi apocalípticas sobre la economía china y sus problemas. Que no se han cumplido en modo alguno. La reincidencia en situaciones y agoreros aconsejaría cautela.
Como es también habitual, China reconoce la existencia de problemas graves, aunque condena lo que llama “exageración”. Y es verdad que cuenta con recursos que están fuera ya de nuestro alcance. No solo atendiendo a la escala de su economía sino también a medidas de política económica que suenan a herejía en el cosmos liberal y que, por lo general, en el pasado le han dado cierto resultado. Hoy, la situación internacional complica algunas opciones pero no debiéramos subestimar sus capacidades.
La narrativa a propósito de las calamidades “sin precedentes” en China y los peligros derivados de una bancarrota que, de producirse, tendría un serio impacto regional y global es oportuna a ojos de quienes alientan el avance sostenido del desacoplamiento. Puede llegar a ser más operativa y convincente que el llamado a reducir o cortar los vínculos en atención al argumento de la “seguridad”, en muchos casos cargado de intencionalidad estratégica y hegemónica.
Pero la persistencia de dificultades económicas y sociales puede alimentar el descontento interno y nutrir las críticas de quienes se han visto ninguneados de forma clamorosa en el XX Congreso. La reaparición pública reciente de Li Keqiang o del ex ministro de Exteriores Li Zhaoxing, entre otros, alimenta la ilusión del retorno de aquel denguismo que asentaba en la construcción del consenso, tanto interno como global. Para Xi, por el contrario, esa era la causa política principal del estancamiento pues impedía tomar las decisiones, drásticas incluso, que el momento requería.
El debate acerca de si Xi acertó en la estrategia a seguir como también en las personas elegidas para implementarla (atendiendo en algunos casos más a la lealtad que a la competencia y trayectoria), puede tener consecuencias si no logra frenarlo en seco. Para ello, Xi precisa, sobre todo, recuperar aquel espíritu de la infalibilidad construido a modo de culto por su entorno que hoy pasa por ofrecer unos datos positivos en lo económico pero también por disipar la sombra de un hipotético cisma. Conjurar la pérdida de confianza es su mayor reto.
(Para Diario Público)