El 16 de octubre comenzó el Vigésimo Congreso Nacional del Partido Comunista Chino. Se trata de la más importante asamblea deliberativa de ese país que se reúne cada cinco años y en la cual se designan a las más altas autoridades del mismo. En esta oportunidad se reelegirá a Xi Jinping, dando formalmente al traste con el límite de diez años al mandato del máximo líder. Aunque ya tal límite había sido eliminado en 2018 por vía de una Enmienda Constitucional, la reelección formal de Xi entraña el cruce de un Rubicón. Como en el caso de los antiguos emperadores chinos, el suyo parece convertirse en un liderazgo supremo de por vida.
Para llegar a este punto, Xi Jinping hubo de dar al traste previamente con el liderazgo colectivo que había regido al país durante cuatro décadas. Tal liderazgo había sido establecido por Deng Xiaoping, luego de la muerte de Mao, para evitar la concentración de demasiado poder en una sola figura. Valga agregar que gracias a su estatura política, Deng había logrado reservarse las decisiones políticas fundamentales, haciendo del mandato colectivo más un planteamiento de forma que un hecho de fondo. Sin embargo, tras su muerte, este pasó a convertirse en esencia del sistema político chino. En base al mismo, la toma de las decisiones fundamentales requería de compromiso y consenso por parte de los nueve miembros que conformaban el Comité Permanente del Buró Político del Partido Comunista. Para el momento de la elección de Xi los miembros del Comité habían sido reducidos a siete y no pasaría mucho tiempo antes de que él impusiera la suya como la única voz que cuenta al interior de dicho órgano. Sobrepasando incluso a Deng, el poder acumulado por Xi es sólo comparable al de Mao.
La pregunta clave a formularse es cómo impacta en términos de la eficacia del régimen del Partido Comunista Chino, la autocracia de Xi. Lo cierto es que un sistema colectivo de liderazgo entrañaba, al mismo tiempo, un mecanismo institucionalizado de gobierno y sucesión. Bajo un liderazgo autocrático no sólo desaparecen los límites al poder de un solo hombre, sino también los límites a la duración de su mandato. La reelección, en la práctica indefinida que ahora se establece, no hubiese resultado posible bajo un sistema colectivo. A la inversa, sin embargo, tal sistema adolecía de múltiples deficiencias. Mandato colectivo equivalía a liderazgo débil. Liderazgo débil se traducía, a su vez, en facciones demasiado poderosas (cuatro de ellas en esencia: los Tuanpai o Liga de la Juventud Comunista; los tecnócratas egresados de la Universidad de Tsinghua; la llamada banda de Shanghai y los príncipes, o herederos de los privilegios de los antiguos líderes del partido). Facciones demasiado poderosas implicaba una lucha permanente entre intereses creados que pugnaban por imponerse. Más significativo aún, un liderazgo político débil conllevaba dos problemas adicionales. Primero, a unas fuerzas armadas (Ejército de Liberación del Pueblo), demasiado independientes frente al poder político. Es decir, a un estamento militar virtualmente autónomo frente al estamento civil. Segundo, a un régimen sin fortaleza suficiente como para plantarse firme frente al nacionalismo cada vez más vociferante de la opinión pública.
Lo cierto es que cuando Xi Jinping arribó al poder en 2012, existía la preocupación de que el liderazgo civil no estuviese ya en condiciones de controlar al liderazgo militar. Al mismo tiempo, el partido se veía plagado por la corrupción y por serias contiendas de poder internas que amenazaban con conducirlo a la fragmentación. Más aún, la desconexión creciente entre el régimen y el pueblo no auguraba nada bueno. El temor de que el control del Partido Comunista Chino pudiese haber entrado en cuenta regresiva resultaba palpable. Xi utilizó su campaña anti corrupción no sólo para hacer frente a este particular y acuciante problema, sino como excusa para deshacerse de sus rivales e imponerse sobre las facciones. Más allá del estamento civil, tal campaña le sirvió a la vez de herramienta para doblegar la independencia del estamento militar. La magnitud misma de su cruzada anti corrupción desafió la imaginación, con millones de miembros del partido y oficiales militares siendo investigados y sancionados. Ni siquiera los miembros del poderoso Buró Político del partido o los integrantes del gabinete ministerial se vieron excluidos de esta andanada, mientras dos docenas de generales de alto rango fueron objeto de purgas. De manera simultánea, Xi se abocó a una reorganización en profundidad del Ejército Nacional del Pueblo, la más ambiciosa desde su fundación en 1949, unificándolo bajo su control. Al igual que Hitler, bajo otras circunstancias, exigió manifestaciones de fidelidad hacia su persona por parte de la alta oficialidad. Otro tanto hizo con las estructuras civiles del partido. No sólo absorbió para sí el poder del Comité Central y del Buró Político sino que, al interior de este, pasó a presidir personalmente los grupos encargados de fijar las políticas más importantes. No es por tanto el primero entre iguales, como solía ser el caso, sino el primero sin discusión. Como resultado de este proceso, no sólo subyugó la prepotente autonomía de la institución armada, sino también el poder de las facciones dentro del partido. Simultáneamente, su nacionalismo militante y asertivo ha servido para crear una conexión con el sentimiento prevaleciente en el país y con la necesidad de su población de sentirse respetada en el mundo. Ello ha contribuido a restaurar la legitimidad del partido ante los ojos del pueblo.
Como señalado anteriormente, sin embargo, con la autocracia no sólo desaparecen los límites al poder de un solo hombre, sino también los límites a la duración de su mandato. El riesgo de lo primero es evidente. Por cada Deng Xiaoping o Lee Kuan Yew, autócratas extremadamente eficientes que propiciaron inmensos avances en sus sociedades, hay decenas de autócratas que han conducido al declive o al hundimiento de las suyas. Es el riesgo evidente cuando las malas noticias no fluyen hacia el vértice piramidal y cuando los errores de criterio de un solo hombre afectan al sistema entero. Putin pareciera estar dando una muestra evidente de ello. Mucho más al caso, en estos últimos cinco años el propio Xi ha colocado a China en una preocupante senda de anémico crecimiento económico, prestigio global declinante y represión doméstica creciente. A la vez, toda duración indefinida de un mandato eleva el riesgo de que su sucesión se convierta en un salto al vacío. La muerte súbita de un hombre de 69 años con sobrepeso y una historia de fumador, acompañada del stress de llevar sobre sus hombros los problemas de una nación de mil cuatrocientos millones de personas, colocaría a China en una terrible encrucijada. De hecho, a lo largo de su historia la República Popular China ha atravesado por varios episodios traumáticos relativos a la sucesión del control político. Desde la misteriosa muerte de Lin Piao, heredero designado de Mao, hasta el arresto de la “Banda de los Cuatro” que trataron de hacerse con el poder a la muerte de aquel, desde el marginamiento político del heredero designado de Mao, Hua Guofeng, hasta el ostracismo del sucesor designado de Deng, Zhao Ziyang, el capítulo sucesoral ha resultado complejo bajo el régimen del PCCh. Al dejar de lado la normas de sucesión institucionales y predecibles que el liderazgo colectivo aparejaba, el riesgo de salto al vacío se incrementa sustancialmente.
Así las cosas, desde el punto de vista de los intereses del régimen comunista chino, la autocracia impuesta por Xi presenta un balance mixto. Por un lado, es evidente que ha revitalizado al partido y servido de importante factor de cohesión doméstica. Por el otro, sin embargo, ha puesto en marcha la espiral de riesgos normalmente asociada a los mandatos donde una sola figura acapara todo el poder. Como siempre ocurre, el tiempo dará su veredicto