El año que ahora comienza nos ofrece una importante efeméride político-simbólica. La segunda mitad del siglo XX estuvo condicionada en gran medida por el enfrentamiento sino-soviético, constituido como uno de los ejes reconocibles del sistema internacional. La URSS se disolvió en 1991, tras 74 años de existencia. En 2024, la República Popular China cumplirá 75 años.
Los desacuerdos venían de lejos, incluso antes del triunfo de la revolución. Un punto de inflexión fue la reunión de Zunyi en 1935, en plena Larga Marcha, cuando el liderazgo de Mao prevaleció sobre el de Wang Ming y los 28 bolcheviques, que apoyaba Moscú. Stalin, en el liderazgo soviético entre 1922 y 1952, dijo que los comunistas chinos eran como los rábanos, rojos por fuera y blancos por dentro. Como relato en «A China por dentro» (Xerais, 1997) Mao, que en muchos aspectos discrepaba de las tácticas sugeridas por la URSS para el triunfo de la revolución, señalaría que el embajador ruso fue uno de los pocos que salió para despedir a Chiang Kai-shek cuando tomó el barco del exilio en dirección a Taiwán. Dos meses el líder chino estaría en Moscú para negociar el tratado de amistad «eterna». Se lograría a pesar de fisuras irreparables como el intento soviético de asegurar el acceso al puerto de Dalian. Paradójicamente, Mao quedaría horrorizado por la condena a Stalin en el XX Congreso del PCUS (1956), acelerando las polémicas hasta que la URSS retiró a sus especialistas de China tras el desastre del Gran Salto Adelante. Poco a poco, esa división alcanzaría a todo el movimiento comunista internacional, dividiendo las aguas entre prosoviéticos y maoístas. Mao, rechazando relaciones de subordinación con cualquier «hermano mayor», estaba convencido de que «no puede haber dos soles en el cielo».
Pero la supervivencia final de las respectivas repúblicas se dirimió a resultas del fracaso soviético en la estrategia elegida para salir del estancamiento brezhneviano y en el éxito chino a la hora de trascender las taras del maoísmo. Donde fracasaron la perestroika y la glasnost, triunfaron la gaige y la kaifang.
El giro hacia el mercado -sin abandonar por completo la planificación- a partir de 1978 en China y la normalización de las relaciones con EE.UU., alentaron la narrativa de la «traición» al socialismo. Ésa fue también la convicción íntima de muchos otros que, desde diversas perspectivas, de derecha o de izquierda, sintieron el abandono de cualquier ideal alternativo en China. El balance del difunto Kissinger resalta ahora la ingenuidad de haber supuesto que las reformas de mercado y la pluralización de las formas de propiedad llevarían inevitablemente a China por el camino de la democracia liberal. Nadie dio un peso por el énfasis extremo del denguísmo en llevar a cabo las «cuatro modernizaciones» pero al mismo tiempo mantener firmes los límites de los «cuatro principios fundamentales», entre ellos y sobre todo, la dirección impenitente del Partido y la escrupulosa aplicación de políticas para evitar una apropiación del Estado por parte de las nuevas clases surgidas como resultado de la reforma.
Lo que el PCCh aprendió de la relación con la experiencia soviética fue la necesidad de prestar absoluta atención a las condiciones nacionales preservando al mismo tiempo la soberanía en todas las circunstancias. Sin embargo, dos factores esenciales determinaron gran parte de su longevidad sistémica, más allá de la propia legitimidad revolucionaria. Es, en primer lugar, la importancia de la eficacia en la acción gubernamental, la capacidad de implementar políticas públicas capaces de mejorar la vida de las personas y desarrollar el país. En ese sentido, el denguismo, tras la muerte de Mao, supo dar un salto espectacular en la formación de esa “sociedad modestamente acomodada” que permitió erradicar la pobreza extrema y lograr el ansiado bienestar. La prosperidad común del xiísmo sigue la misma línea. Y lo hizo, además, proporcionando a sus ciudadanos una libertad mayor de la que jamás podrían disfrutar los soviéticos, desde la posibilidad de viajar hasta mantener contactos con el mundo exterior y más libertad de opinión.
El segundo aspecto tiene que ver con la ideología. En las diversas exploraciones llevadas a cabo por los comunistas chinos en su deseo de sinizar el pensamiento político, hay una constante que no ha cambiado desde 1949: el rechazo al liberalismo occidental. El eclecticismo del pensamiento político del PCCh ha podido dar un giro en aspectos esenciales como la actitud hacia la ideología tradicional, por ejemplo, pero los referentes clave nos remiten a las convicciones fundacionales, de firme inspiración marxista y objeto de intensa reafirmación en los últimos años al afrontar la última fase del proceso de modernización.
Es cierto que incluso superando la longevidad de la URSS, China tiene por delante muchos grandes problemas que resolver en todos los ámbitos, incluidos aquellos dos que le han proporcionado mayores opciones de supervivencia política. Sin embargo, su presente nada tiene que ver con la agenda de la crisis que llevó a la disolución de la URSS.
(Para diario galego Nós)