Hace diez años, cuando un comité intergubernamental de expertos sobre el cambio climático de trece países reunido en París detallaba con pelos y señales una probabilidad estimada del 90 por ciento que el alza media de la temperatura del globo en el curso de los últimos 50 años es un hecho real y que tiene por causa la actividad humana, China, desentendida del Protocolo de Kyoto, reaccionaba oficialmente rechazando cualquier atribución de responsabilidad del cambio climático a los países en desarrollo. Entonces, aun asumiendo cierta voluntad de contribuir al esfuerzo global de reducción de los gases de efecto invernadero, Beijing miraba hacia otro lado con el pretexto de que sobre los países desarrollados debían descansar los esfuerzos más importantes.
En 2009, en la Cumbre de Copenhague, China se obstinaba aún en ponerse a la cabeza de los países emergentes para reivindicar su derecho al desarrollo económico rechazando de plano la adopción de propuestas cuantificadas de reducción de contaminantes como también la exigencia de introducir verificaciones independientes del cumplimiento de los acuerdos. No obstante, la percepción de la catástrofe ya anidaba en el gobierno central y el viraje no se haría esperar.
China ha protagonizado una peculiar larga marcha hacia la conciencia ambiental. Es sabido que el país enfrenta una gravísima contaminación de los suelos, los ríos, las capas freáticas y el aire lo cual ocasiona innumerables perjuicios en los principales centros urbanos y bases agrícolas del país. La mutación se aceleró tras el XVIII Congreso del PCCh (2012) cuando la construcción de una “civilización ecológica” fue incluida en el frontispicio de objetivos destacados del Partido en el actual periodo. La reconsideración de la atención por parte del poder a las cuestiones ambientales hizo posible que cinco años después del fiasco de Copenhague, China y EEUU, los dos mayores contaminadores del planeta y responsables del 40 por ciento de las emisiones, unieran esfuerzos para un acuerdo histórico, propiciando así el éxito de la conferencia de París del año siguiente.
Los objetivos fijados en el acuerdo suscrito por EEUU y China y reafirmados en París obligan a Beijing a reducir lo más rápidamente posible la proporción de carbón en su mix energético del 67,5% al 40% a más tardar en 2030. El plan chino de pasar del 9,6% al 20% en 2030 la parte de energías no fósiles no será nada fácil. Se debe tener en cuenta que la energía hidroeléctrica representa el 8% y las partes acumuladas de eólico, solar y bioenergía no suman más del 1,5%. La nuclear debe pasar del 1% en 2014 al 10% en 2030 (hay 25 centrales en explotación y 26 en construcción mientras que se prevé contar con unas 110 en 2030).
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