A menos de seis meses de la celebración de los Juegos Olímpicos de Beijing, se eleva el tono y la presión en relación a China. El director de cine Steven Spielberg y otras figuras públicas, por variadas razones y más o menos abiertamente, invitan al boicot. Refutar estas críticas asegurando que van en contra del espíritu olímpico es, la verdad, toda una ocurrencia. Resulta, sencillamente, inevitable.
Es verdad que, internamente, la situación de los derechos humanos en China tiene mucho que mejorar en numerosos aspectos. También lo es, para quien sigue la evolución de la política china en los últimos años, que la tendencia general que presenta es positiva, aunque lenta y con un futuro incierto. Externamente, el asunto es más complejo. De una parte, China defiende como seña de identidad de su política exterior la no ingerencia en los asuntos internos, pero numerosas voces (en ocasiones las mismas que alertan de la amenaza que supone para el mundo) le exigen que haga valer su peso y poder para influir en el comportamiento político de determinados Estados. De otra, pudiera ser que, interesadamente, se quiera dar la impresión de que China (como ocurrió con las poderosas armas de Sadam nunca encontradas) tiene en Sudán o en Myanmar, más capacidad de la que realmente se dice. También EEUU y la UE tienen una enorme capacidad de influencia sobre Israel, por citar solo un caso, pero que no hacen valer en absoluto para mejorar la política de Tel Aviv en materia de derechos humanos. Se podrían citar muchos más casos, entre ellos, obviamente, el de la propia China: Occidente prefiere hacer negocios a utilizar la presión económica para lograr ese objetivo político. No hace, precisamente, lo que le exige a China que haga. Toda una incoherencia.
El problema es doble. El poder de China va en aumento. Hoy, de los cinco mayores bancos del mundo por capitalización bursátil, tres son chinos y solo uno estadounidense. Hace un año, de los cinco mayores, tres eran estadounidenses y no había ninguno chino. Y lo que es peor, China va a su aire, persiguiendo sus intereses, que incluyen la construcción de un sistema no necesariamente homologable y soberano. Eso genera tensiones políticas profundas. También grandes controversias estratégicas en numerosos espacios territoriales, incluyendo el África que Bush visita en estos días. En Sudán y en Darfur no solo está en juego la protección de una población acosada y sus derechos, sino también el control del negocio del petróleo. No sería descabellado pensar que si dicho negocio estuviera bajo el control de las petroleras estadounidenses, probablemente hablaríamos menos del problema de Darfur. Ello no debe servir de justificación del comportamiento chino, pero cabe alertar sobre la importancia de no hacer el juego a ciertos intereses geopolíticos cargando todas las tintas sobre quienes aparecen hoy como los únicos malos de la película.
Por otra parte, según China, el desarrollo lo soluciona todo, pero no siempre es así. En coherencia con ese planteamiento, en Sudán invierte no solo en petróleo y en armas, sino también en acciones sociales. Beijing considera que la pobreza es el origen de la inestabilidad y que solo actuando sobre ella se podrán solucionar los demás problemas de forma progresiva, no simultánea, y llevará su tiempo. Es la misma convicción que aplica a nivel interno, con el añadido de una inmensa población, una variable ciertamente no fácil de manejar y que en las últimas décadas ofrece abismales diferencias sociales y territoriales.
¿Es más efectiva la crítica severa o el diálogo? Probablemente se necesitan ambos. Para China, Occidente es un mercado y su modelo político no le satisface. Su objetivo es la revitalización de la nación, auténtico antídoto contra la inestabilidad y la decadencia que han protagonizado su historia en los dos últimos siglos. En los treinta años transcurridos desde el inicio de la reforma y apertura, su evolución, con altibajos, presenta un perfil globalmente positivo, tanto si hablamos de la lucha contra la pobreza como si nos referimos, incluso, al ensanchamiento de los espacios de libertad. En ambos aspectos queda mucho por hacer, pero no bajarán la cerviz ante las presiones exteriores y seguirán defendiendo tanto la excepcionalidad cultural y la visión progresiva que justifica un tratamiento diferenciado de los derechos humanos como también el mantenimiento del control estatal de los sectores estratégicos de la economía, ya que en ello radica buena parte de la fuerza, presente y futura, del PCCh, que no tiene intención de abdicar de su hegemonía política. Lo contrario sería suicida y no estará dispuesto a pagar ese precio ni aún cuando la recompensa fuera Taiwán.
Probablemente si China se aviniera a aceptar sin más las presiones económicas y estratégicas occidentales y dejarse enredar en su esfera de intereses, al igual que ocurre con muchos otros países aliados donde los derechos humanos no son respetados, el perfil mediático de China, en el que tanto abundan las noticias de signo negativo, sería otro bien distinto.
China no puede eludir dar explicaciones, pero, sobre todo, lo que más necesita es explicarse mejor y, por el momento, parece no haber comprendido que la comunicación también es un sector clave que sus rivales estratégicos manejan a las mil maravillas. Se obsesiona con el control interno, pero gestiona de forma rudimentaria los resortes externos, incluyendo los Institutos Confucio o los canales internacionales de la CCTV, casi en pañales. Templar gaitas como intenta hacer al establecer complicidades con estados, cineastas o empresas de Occidente parece no ser del todo suficiente.
En suma, la crítica es necesaria y se debe aprovechar el evento olímpico para poner sobre la mesa las hipotecas que condicionan la evolución del gigante oriental, pero para ser efectiva, en relación a China debe complementarse, gestionarse y vertebrarse a través del diálogo sostenido, poniendo argumentos y recabando compromisos que generen complicidades con una sociedad que está experimentando un cambio radical y vertiginoso en muchas de sus convicciones más profundas y cuyo futuro no está aún del todo determinado.