La persistencia de déficits sociales en China es harto conocida y constituye uno de los más significados aspectos que ensombrecen el despegue económico de las últimas décadas. La China maoísta, que a pesar de todos sus sinsabores, logró catapultar a un país que en 1949 tenía el PIB equivalente al de 1890 a la condición de 32ª potencia económica del mundo, elevó a los altares el igualitarismo. En 1978, el índice de Gini ascendía a 0,16. En el denguismo tardío, con Hu Jintao en la presidencia del país, este ascendía a su máximo histórico, el 0,49 (2008). No es de extrañar por tanto que Hu convirtiera el anhelo de una “sociedad armoniosa” en una guía de su mandato.
La clave de esa brusca transformación fue la reforma y apertura promovidas por Deng Xiaoping a finales de los 70. El llamamiento al enriquecimiento orquestado por Deng incluía el reconocimiento de que no todos podrían lograrlo al mismo tiempo y ello agravó tanto las desigualdades sociales como también los desequilibrios territoriales. Xi Jinping, al frente del país desde 2012, apela ahora a la “prosperidad común”. Le endilgan por ello la etiqueta de maoísta recalcitrante. En verdad, el concepto procede de la época de Mao, en los años 50. Sin embargo, el contexto es bien diferente. En aquella China todo era escasez y penuria. En la de hoy, hablamos de la segunda potencia económica del mundo (primera desde 2011 en términos de paridad de poder de compra) aunque ubicada en la posición 85 en el Índice de Desarrollo Humano. La asimetría es irritante.
El acento en la prosperidad común, dicen, está agravando las tensiones en el liderazgo chino por cuanto implica obligar a los grandes empresarios privados que en los últimos lustros de reforma y apertura han acumulado, con el aval del Partido, ingentes fortunas, a compartir su riqueza con las capas menos privilegiadas de la población. Gigantes como Tencent han invertido ya 50.000 millones de yuanes (aproximadamente USD 7.700 millones), mientras que Alibaba, el gigante del comercio electrónico, ha desembolsado el doble de ese monto. Uniendo esta campaña con la incentivación del propósito regulador de los grandes monopolios, la imposición de límites en los videojuegos, las limitaciones a las pasantías, etc., concluyen que la época de liberalización ha concluido. Lo que hace Xi va en contra de las leyes del mercado y puede derivar en una “pobreza común”, ha dicho Zhang Weiying, profesor de economía en la Universidad de Beijing.
Lo social por detrás de lo ambiental o tecnológico
El milagro económico chino es indiscutible. El milagro social, no tanto. Tras la crisis de Tiananmen, durante los 90, la primacía de la eficacia económica sobre la justicia social (o ambiental) derivó en un crecimiento de pésima calidad. No supuso el estallido de una gran crisis porque quien más quien menos veía mejorar su nivel de vida, pero la persistencia de esa evolución nos conduce a una China insostenible.
En el denguismo tardío, al pasar página de la “fábrica del mundo” y apostar por el cambio del modelo de desarrollo se privilegió un nuevo tridente: los factores ambientales, tecnológicos y sociales serían los nuevos pilares del desarrollo chino en detrimento de la inversión extranjera, la mano de obra barata o la orientación de la producción hacia el exterior. El cambio de paradigma abrió algunas expectativas, pero pronto menguaron. Con la llegada del xiísmo, el índice de Gini pasó del 0,45 en 2013 al 0,467 en 2017 (la media en los países OCDE es 0,3).
El Gobierno y el Partido han realizado en los dos últimos lustros importantísimas inversiones en lo tecnológico y ambiental pero lo social sigue siendo una asignatura pendiente, tanto que puede llegar a convertirse en un lastre condicionante de la estabilidad social y política.
China es el único país del mundo en desarrollo que logró pasar de un IDH bajo a alto. También erradicó la pobreza extrema en 2020, ha mejorado los ingresos per cápita de la población, multiplicó las inversiones en salud, educación, vivienda, etc., pero según Credit Suisse, si el 1% de la población poseía en 2000 el 20,9 por ciento de la riqueza nacional, en 2020, ese porcentaje ascendía al 30,6%. El rumbo no se ha torcido.
En marzo de 2021, el primer ministro Li Keqiang comentaba en las sesiones anuales de la Asamblea Popular Nacional que unos 600 millones de personas en China (dos veces la población de EEUU) sobreviven con unos 1.000 yuanes al mes, la inmensa mayoría (76,5%) en las zonas rurales. La renta per cápita de China apenas supera los 10.000 dólares (frente a los más de 63.000 de EEUU) y el objetivo, muy ambicioso, es que en 2035 ascienda a 30.000 dólares. Cuando nos hablan de la “amenaza china”, estos datos son ignorados sistemáticamente. A China le falta aun un largo trecho. Lo saben y por ello los planes para lograr objetivos significativos en este campo nos remiten a otros treinta años más de desarrollo.
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(El texto completo en: https://ctxt.es/es/20211001/Politica/37405/Zhejiang-xi-jinping-justicia-social-china.htm)