A escasas semanas de la que se espera sea una conmemoración por todo lo alto del sexagésimo aniversario de la fundación de la República Popular China, con parada militar incluida, Mao Zhuxi (el Presidente Mao) sigue siendo una referencia fundamental de la historia contemporánea del gigante oriental. No obstante, su evocación ya no cabe asociarla en exclusiva a los nostálgicos de su heroico y turbulento tiempo o a quienes haciendo trizas su política se aferran a su figura como fuente de legitimidad, sino que hoy es parte de una nueva modalidad de exhibición consumista protagonizada por una juventud que asume la iconografía maoísta sin complejo alguno.
La primera referencia de esta nueva tendencia juvenil arranca de Cui Jian, el reconocido fundador del rock chino, una figura de la generación de Tiananmen, autor de letras emblemáticas como “Una pieza de tela roja” que “me cubre los ojos y el cielo y no deja lugar alguno donde pueda ser yo mismo”, artífice de una admirada y cuidada fusión entre los instrumentos folclóricos tradicionales y la música occidental. El autor también de la enigmática canción “El último tiro” fue el primero en utilizar la simbología del maoísmo, ligeramente modificada, como expresión irónica de su descontento y de la crítica con el contradictorio y convulso tiempo que le había tocado vivir. En Cui Jian y en esa primera elite artística culta e “irrespetuosa” con la simbología del régimen había una rebeldía que hoy es francamente difícil de apreciar en los muchos seguidores que han socializado entre el gran público el recurso a los emblemas más característicos del régimen como simple aditivo estético.
La nueva moda, que progresa de día en día entre las capas medias urbanas, se inspira en el culto a los tiempos difíciles, con efigies relacionadas con la Danwei (el centro de trabajo que servía de anclaje de los individuos en el sistema y que les proveía de todo lo necesario desde la cuna hasta la tumba) y marcas de la época (como los tenis Feiyue que malamente pueden durar un par de meses), incluyendo los omnipresentes termos con flores o las tazas de metal, objetos que hoy adquieren una perspectiva nueva después de verse desplazados por las marcas y productos occidentales. Nadie daba ya nada por ellos, salvo, quizás, los coleccionistas, curiosos y los habituales de las ferias de antigüedades que tanto entusiasmo despiertan en China.
Los símbolos kitsch socialistas, del tiempo revolucionario, o de la economía planificada, ofrecen un nuevo motivo de inspiración a la moda china. Todo lo que había caído en desgracia y desuso, rechazado por su deficiente calidad o pésimo diseño, vuelve ahora por sus fueros. El tiempo de la furia incontenible por los productos importados de Occidente parece haber pasado, una vez que China se observa a si misma renovada y a punto en sus capacidades para competir con los países más desarrollados, ya sea en el deporte, en la carrera espacial o en cuanto ámbito se precie, desde la economía a las nuevas tecnologías. Pero la maostalgia tiene también algo de desplante, de irreverencia, frente a quienes se empeñan en demostrar que pueden hacer lo mismo que los demás, incluso mejor. Huyendo de esa competición estéril en la que poco puede aportar y apostando por la recuperación de la autoconfianza, la juventud china mira hacia sí misma.
La pasión que despierta esta moda es una expresión también de la búsqueda de la diferenciación en una sociedad que pese a la pluralidad entreabierta por la reforma, circula aún por cauces que admiten poca frescura. La moda retro se inspira en los años 60 y en la simbología propiamente china y su novedad radica en explorar y mostrar más libremente la capacidad dormida de la propia sociedad para dar rienda suelta a su creatividad e iniciativa partiendo de códigos locales y aportando indicios claros de una disposición a la innovación, prácticamente inédita en este orden, al menos en una dimensión tan masiva.
Pero también es una reacción anti-occidental en muchos, convencidos de que Occidente no les comprende, e incluso les rechaza, cuando responden con matices a quienes tratan de imponer el traslado mimético y tendencioso de sus códigos políticos, económicos, culturales y sociales, sin tener en cuenta la idiosincrasia y las singularidades del planeta oriental. Los últimos tiempos han sido pródigos en crisis de este tipo y crece cierto hartazgo por el que califican de doble rasero occidental, expresión del temor a verse superados por una emergencia incontenible y que marca el inicio de una nueva era global pilotada desde Oriente. Hagan lo que hagan, piensan ya, el fracaso del diálogo está escrito de antemano.
¿Nostalgia de Mao? Nada más errado. Puede que pura pasión mercantil, curiosidad cultural o simplemente nacionalismo, pero en ningún caso nostalgia del maoísmo. La generación adscrita a este tipo de maostalgia no ha conocido los tiempos difíciles y su atribulada curiosidad se satisface simplemente viajando a Corea del Norte para darse una idea de lo que era China en los años sesenta y de lo que quizás podría ser hoy de no haber impulsado la política de reforma y apertura.
A pesar de ello, sin asociación explicita con cuanto de exceso ideológico hay en el maoísmo, algunos aprecian en esta maostalgia la evidencia de la pérdida de importantes valores como la solidaridad o la igualdad, una añoranza de tiempos más sencillos que, no obstante, difícilmente seducen a nadie para reclamar la vuelta atrás.
La maostalgia juvenil es diferente de otros fenómenos sociales relacionados que funcionan en China desde hace décadas, por ejemplo, el llamado “turismo rojo”, una fórmula ideada en su día por el régimen para contentar a los más ortodoxos que quería ver lejos de los despachos donde se cocía la reforma en curso. Ahora, 60 años después del triunfo de la epopeya revolucionaria, el “turismo rojo” contribuye a mantener viva la llama de aquellas ambiciones y su visión de la historia, cultivando las referencias elementales del patriotismo contemporáneo y reafirmando su propia legitimidad. Muchos jóvenes universitarios, ondeando banderas rojas, visitan estos lugares y hacen las reverencias de rigor como muestra de respeto. Su objetivo, ganar fuerzas para conservar y consolidar su moral. Con esta movilización permanente, el régimen trata de impedir la emergencia de discursos alternativos, pasando de largo sobre los episodios trágicos que han caracterizado su larga marcha hacia la prosperidad.
La maostalgia está también presente en debates que resurgen, por ejemplo, a raíz de la grave crisis de Urumqi del mes pasado, cuando resucita la que se define como clave explicativa de dichos sucesos y que se relaciona con la erosión de la igualdad política y económica entre miembros y no miembros de la nacionalidad han, progresivamente debilitada en los 30 años de reforma. En un primer momento, la identidad compartida sobre la base de la pertenencia a una misma clase social, fundamento del maoísmo en materia de nacionalidades, servía de plataforma común frente a los enemigos de la Nueva China. La proclama de “todos iguales en la misma clase social”, permitía dejar a un lado la espinosa cuestión de la identidad étnica y actuaba como bálsamo preventivo y reparador frente a los conflictos. Pero volver a ese escenario, con la pluralidad social actual y una vez atribuidos a las minorías derechos compensatorios por los agravios y excesos cometidos durante la revolución cultural, es harto difícil, si bien el mantenimiento de esta política es muy impopular entre la mayoría han.
Pero la nueva juventud china, en su gran mayoría, está bien lejos de las diatribas políticas e intelectuales acerca de las hipotéticas bondades del maoísmo en comparación con las dificultades de su vida actual, y simplemente se congracia al admirar las excelencias estéticas de una moda que le sugiere recuerdos de un tiempo duro aunque lleno de esperanza que hoy, dejando a un lado su significación ideológica, simplemente le sienta bien.