La presidenta taiwanesa Tsai Ing-wen inicia el próximo 20 de Mayo su segundo y último mandato en un momento dulce, con altos niveles de popularidad en buena medida asociados a la óptima gestión del desafío de la pandemia, un éxito reconocido mundialmente. Los datos de las elecciones celebradas en enero, con un triunfo arrollador en los comicios presidenciales (57,13 por ciento de los votos) ya ameritaban su estado de gracia. Con otros cuatro años por delante, Tsai tendrá en mente la atención a los retos inmediatos pero también al sino de su legado y a la continuidad del proyecto soberanista.
Unos días antes se reunirá virtualmente la Asamblea Mundial de la Salud, en la que no podrá participar ni siquiera como país observador debido a la oposición de China continental que niega a Taipéi el pan y la sal por la negativa del gobernante Partido Democrático Progresista (PDP) a aceptar el principio de “una sola China”. Entre 2009 y 2016, ello fue posible en virtud de la tregua diplomática pactada con el entonces gobernante Kuomintang (KMT). Aun así, Tsai se sentirá fortalecida moral y políticamente por cuanto nunca su demanda ha recibido tantos apoyos.
La relación con China continental seguirá condicionando el presente de Taiwán. El desacoplamiento es aquí una realidad manifiesta: la caída de la inversión taiwanesa en el continente el año pasado fue del 51 por ciento, el cuarto año consecutivo en descenso y las exportaciones, incluyendo Hong Kong, cayeron un 4,1 por ciento. La “ventaja china”, que en el pasado pudo atraer a numerosas empresas de la isla, se disipa por las mayores exigencias ambientales o el aumento de los costos salariales, fenómenos asociados al cambio del modelo de desarrollo auspiciado por el PCCh. Y a ello debemos sumar ahora los efectos de la guerra comercial sino-estadounidense, con claro beneficio para Taiwán. La reducción de la dependencia del continente se traduce en una apuesta por los países de Asean, India, Australia o Nueva Zelanda.
En Beijing, el apogeo del PDP, contrario a la unificación, o el incremento del nivel de autoidentificación taiwanesa generan preocupación. El Partido Comunista no va a renunciar sin más a la reunificación. Por el contrario, tiene prisa. En los próximos años, Tsai deberá enfrentar importantes presiones que aumentarán en proporción a la pérdida de influencia de Beijing. En el orden diplomático, a pesar del apoyo de EEUU, más pronto que tarde podría perder más socios (le quedan 15 en todo el mundo). En el Vaticano, el único aliado que le queda en Europa, se sopesa una visita del Papa a Wuhan. Y en el orden de la defensa, los ejercicios militares del Ejército Popular de Liberación se intensificarán cada vez más. Recientemente, un influyente general chino jubilado, Qiao Liang, alertaba sobre la importancia de no actuar con imprudencia y radicalismo en el problema de Taiwán. Que una voz tan reconocida en China y en su ejército apele a la moderación en Beijing puede ilustrar cierto estado de ánimo y supone una clara alerta de los peligros en ciernes.
El temor a una escalada en el Estrecho de Taiwán es el asunto más sensible que hipoteca el horizonte político de Tsai. Le esperan presiones no solo de Beijing, también internas, del movimiento independentista taiwanés, que espera del PDP y su lideresa un compromiso firme en asuntos como la redacción de una nueva Constitución que haga borrón y cuenta nueva finiquitando la República de China, una demanda difícil de satisfacer a pesar de que su vigencia arranca de 1947. China continental interpretaría dicha pretensión como una modificación unilateral del statu quo y podría activar la aplicación de la Ley Antisecesión de 2005, es decir, el recurso a la fuerza. El riesgo no es menor.
Tsai cuenta con más apoyo de EEUU que nunca en décadas recientes. Enfrascado en su confrontación con China a todos los niveles, Donald Trump y su entorno han fortalecido la relación con Taiwán en un ejercicio más de desafío a Beijing. Pero Trump tiene elecciones en noviembre y el resultado está en el aire, incluso amenazado de catástrofe por la gestión de la pandemia, que no puede ofrecer mayor contraste con la experiencia de Taiwán. Aunque demócratas y republicanos cierran filas en esta cuestión, la sensibilidad no es idéntica y en caso de alternancia, la complicidad actual, aunque no desaparecer del todo, podría mitigarse.
La estabilidad de Asia pasa por Taiwán. Tsai lo sabe. Una agenda excesivamente dependiente del triángulo Beijing-Taipéi-Washington podría tener consecuencias negativas para afrontar con holgura otros asuntos que también merecen la máxima atención, desde la reducción de las desigualdades a la adecuada higiene democrática respecto al pasado dictatorial, cuestiones ambas que ayudarían en sumo grado a fortalecer la vitalidad democrática de su sistema político.