“Perder la cara” es para un chino la peor vergüenza. La razón: no cumplir las promesas. La consecuencia: Ser el apestoso en la sociedad.
Eso es lo que puede sentir en estos momentos el jefe del régimen de Taiwán, Chen Shui-bian, a quien se amenaza con ser llevado a la justicia acusado de “traición a la patria”.
“Chen ha cometido el delito de sedición. Su declaración puede desencadenar la guerra”, ha dicho Fu Kun-chi, lider del opositor Partido Popular de Taiwán. “Debe responder ante la justicia”, agregó. La Fiscalía Suprema ha recibido contra Chen la acusación de sedición. El delito, según el Código Penal taiwanés, es castigado con condena desde siete años de prisión hasta la pena de muerte. El Kuomingtang, principal partido de oposición, ha arremetido también contra el cazurro Chen. El contumaz cismático taiwanés ha vuelto a provocar las iras de Pekín al plantear abiertamente la independencia de la isla, su cambio de nombre, nueva Constitución y desarrollo autónomo, a sabiendas de que aquel ha jurado que no tolerará la escisión y que invadirá Taiwán.
Chen se envalentonó cuando escuchó que Washington le venderá 500 misiles pese a las protestas de Pekín. Cándido el hombre. Los años en el poder no le han enseñado lo que son los negocios para su tutor. El diestro titiritero que es el Tío Sam sabe cómo manipular marionetas. Le hizo prometer antes que no enturbiaría más las ya procelosas aguas del Estrecho de Taiwán. Ahora públicamente lo ha ridiculizado.
El portavoz del Departamento de Estado de EEUU, Sean McCormack, dijo de inmediato algo que al veleidoso jefe del régimen de Taiwán, debe haberle dolido más que una punzante cuchillada en las entrañas.
Si lo hubiera dicho cualquiera otro, no tendría ese efecto. Pero lo dijo el vocero oficial de Washington, su amo protector, que ha repetido que se opone a la independencia de Taiwán. Chen, dijo McCormack, ha reiterado en varias oportunidades que no busca la independencia de la isla. “El respeto a sus compromisos servirá para medir su capacidad de dirigente, su fiabilidad y su estatura como jefe de Estado, así como su capacidad para defender los intereses de Taiwán, sus relaciones con los otros para mantener la paz y la estabilidad en el estrecho”.
Tras el jalón de orejas y el bochorno, Chen quiso congraciarse con el patrón. “Las declaraciones del presidente Chen no suponen cambio alguno en sus anteriores promesas con respecto a los lazos con China”, dijo días después Wang Chien-yeh, su vocero. ¿No es eso perder la cara por mendaz e incumplidor de promesas? Washington sabe muy bien que esas son precisamente las malas virtudes de Chen y de los secesionistas taiwaneses. Su antecesor Lee Teng-hui, quien originó las pretensiones separatistas, es un inepto político, mentor de la idea de cambiar el nombre de la isla, porque tal vez ni él lo comprende. Para comunicarse con los taiwaneses a veces necesita traductor en japonés. Toda su formación es nipona. Su mentalidad, también. El domingo 4 en una cena con un grupo de independentistas de la isla, Chen Shui-bian reiteró que “Taiwán quiere su independencia, Taiwán quiere cambiar su nombre, Taiwán quiere una nueva constitución y Taiwán quiere desarrollarse”.
Para nadie es secreto que Chen trata también de desviar la atención pública del escándalo de corrupción que envuelve a él y su esposa y por el cual multitudes de taiwaneses piden su cabeza. Con taimado cálculo, lanzó la nueva provocación horas antes que en Pekín comenzara la quinta legislatura de la Décima Asamblea Popular Nacional, Parlamento chino que hace dos años consagró la Ley Antisecesión que autoriza al Ejército Popular de Liberación (EPL) a invadir Taiwán si se atenta contra la soberanía e integridad territorial de la nación.
El líder taiwanés es muy conocido por voluble. Ante las amenazas del otro lado del estrecho, hace dos años prometió al jefe del opositor partido El Pueblo Primero, James Soong, que no declarará la independencia, que no cambiará el nombre oficial de Taiwán, que no promoverá un referéndum para la independencia y que no abogará por una nueva Constitución. Son los conocidos “Cuatro NO” de Chen. Es decir, prometió no alterar el estatus quo en el estrecho. Esas cosas ya las había prometido a EEUU. Y al gobierno chino cuando asumió por primera vez el mando en el 2000. Esa vez, anunció “Cinco NO” (NO a la independencia, NO al cambio de nombre de Taiwán, NO a las relaciones de Estado a Estado, NO a la reforma constitucional, y NO al referéndum). Pero nunca cumplió. Siempre volvía a las andadas. Aumentaba la desconfianza de la parte continental e iba agotando su paciencia. Las autoridades centrales de China, que han atraído a decenas de miles de empresarios y más de cien mil millones de dólares de inversión taiwanesa hacia sus florecientes provincias orientales, debilitaron sagazmente las pretensiones separatistas a fin de evitar un conflicto fratricida, tratando en pie de igualdad con los partidos de oposición de Taiwán.
El año pasado, Lien Chan, presidente del Kuomingtang, fue invitado y aclamado en su jornada de paz por el territorio continental chino y abrió el diálogo con las principales autoridades centrales, encabezadas por el jefe del Partido Comunista y presidente de la República, Hu Jintao. Pocos días antes que él, su vicepresidente Chian Pin-kung, abrió el camino hacia el fin de la confrontación y la nueva colaboración de los dos partidos. Se evocó la cooperación que hace más de medio siglo, tuvieron los dos partidos en la lucha contra la ocupación japonesa. Inmediatamente después de la visita de Lien, llegó el presidente del partido “El Pueblo Primero”, James Soong, quien reafirmó la voluntad de diálogo y reconciliación.
Con tal estrategia política, los escisionistas han quedado más aislados. Lo real es que el derecho internacional no los ampara y hasta sus tutores políticos les recriminan su torpeza. Históricamente, Taiwán es parte inseparable de China. Y así lo ha reconocido la propia ONU. Jamás ha sido un estado, como alegan los separatistas. En 1943, la Declaración de El Cairo, firmada por China, EEUU y Gran Bretaña y luego aprobada por la Unión Soviética, reconoció que Manchuria, Taiwán y las Islas Penghu eran territorios ocupados por Japón y tenían que ser devueltos a China. La Proclamación de Postdam, después, ratificó eso y denegó los reclamos de los regímenes títeres del Manchukuo y de Nanjing, planteados durante la guerra de resistencia contra Japón. Derrotado Japón, volvieron a la “República China”, jurídicamente subrogada por la República Popular China tras la victoria de Mao Zedong (Mao Tsetung).
El patriarca del Kuomingtang nacionalista, Chiang Kai-shek, no tuvo la osadía de querer desmembrar su patria. Tras ser derrocado en 1949, en una guerra civil que costó la vida de 20 millones de chinos, Chiang se refugió en la isla de Taiwán, protegido por la sétima flota norteamericana. Mao Zedong proclamó la República Popular China el primero de octubre de 1949. Ni Chiang Kai-shek ni el gobierno de su hijo Chiang Ching-kuo que le sucedió en el poder en Taiwán, renegaron del principio de “Una China”. Universalmente es reconocido ese principio y el hecho de que el de Pekín es el único gobierno legítimo del país y Taiwán es territorio inalienable de China.
Todo surgió a mediados del régimen de Lee Teng-hui, quien comenzó a hablar de “Independencia” y de “Una China y un Taiwán”. A finales de julio de 1999 agravó la tirantez al declarar a una radio alemana que “China y Taiwán son dos Estados”. Eso suscitó la indignación de Pekín, que ya en 1995 había reaccionado airadamente ante un intento del mismo Lee de considerar a la isla como un país. Hubo amenazantes maniobras misileras en el estrecho, cerca del litoral taiwanés.
Hay que recalcar finalmente que, de acuerdo al principio de legado de soberanía que prescribe el Derecho Internacional, la República Popular China es legataria de los derechos de la anterior “República China”, como establecimiento gobernante del país, incluyendo todos los territorios, entre ellos las islas de Taiwán y Penghu. Sólo hay un Estado chino. Los cuatro componentes de un Estado reconocido por la ley internacional, son: Población, Territorio, Gobierno y Soberanía. La República Popular los tiene, no Taiwán. Con todo, la reunificación pacífica es una perspectiva que se afianza.