Los problemas relacionados con la arquitectura político-territorial son de enorme significación para la estabilidad de China. Hasta cuatro principales variables cabría identificar en este orden. Y van de dos en dos. En el primer grupo se debe hacer mención de la situación en las regiones autónomas de Tíbet y Xinjiang. Tras años de agitación, la cuestión tibetana ha adquirido el perfil de un conflicto de baja intensidad, lo cual no quiere decir que esté resuelta. Por el contrario, la problemática de los uigures, con la irrupción de un extremismo violento, se ha visto agravada en la última década. Esta circunstancia sirve de justificación oficial a las políticas de exacerbación represiva denunciadas en los últimos meses. En uno y otro caso, a pesar de la ausencia de grandes incidentes, el odio y el resentimiento se están cociendo bajo la superficie y la falta de confianza y de cohesión interétnica pasará una grave factura tarde o temprano.
En atención a las nacionalidades minoritarias, China reconoce legalmente su identidad diferenciada y su derecho al ejercicio de la autonomía, pero se trata de un marco poco evolucionado y en el cual la pirámide decisoria se remite siempre a la jerarquía partidaria. En ningún caso, a efectos prácticos, las autonomías en China pueden entenderse como una forma de compartir y ejercitar el poder, sino como una medida habilitada para atender a las especificidades de las zonas de las nacionalidades minoritarias. Las regiones autónomas representan el 64 por ciento del total de la superficie territorial del país. De las 55 minorías existentes, 28 cuentan con una muy pequeña población que no sobrepasa, en su conjunto, la cifra de 300.000 personas.
Un sector de la academia, minoritario, plantea desde hace tiempo la supresión de las autonomías en China por considerarlo una mímesis del modelo soviético. Este ya sabemos cómo acabó, recuerdan. Pero la exigencia de equiparación cívica con independencia de la nacionalidad de origen, eliminando las ventajas de que gozan las nacionalidades minoritarias en la vida cotidiana (políticas preferenciales en materia de escolarización, inserción profesional, planificación familiar, etc.) avanzaría en sentido contrario al sentir mayoritario que o bien aboga por perfeccionar el actual sistema o, incluso, por avanzar hacia el co-gobierno. En la región autónoma de Ningxia, por ejemplo, existe ya un borrador de algo semejante a un estatuto de autonomía. De las 155 entidades autónomas actualmente existentes, solo 22 carecen de estatutos pero entre ellas se encuentran las 5 regiones autónomas de primer nivel administrativo.
En los años 80, China creó una Conferencia Central para los asuntos de Tíbet y en 2010 otra para los asuntos de Xinjiang. Ambas estructuras, ideadas para afrontar el desafío secesionista, tienen por objeto acelerar el desarrollo socio-económico y garantizar, por esa vía, un largo período de orden y estabilidad. La reiteración de violencias y disturbios en paralelo al aumento de las inversiones provocó una percepción general de desconcierto.
Los otros dos grandes problemas territoriales son de naturaleza diferente. Directamente asociados con la profunda crisis nacional china del siglo XIX, las cuestiones de Hong Kong y Taiwán plantean un desafío de grandes proporciones al Partido Comunista. En ambos casos, además de una realidad histórica que hoy pesa sobremanera en su imaginario colectivo, persisten unas condiciones sistémicas singulares difíciles de encajar en el marco continental. Y no es tanto el modelo económico de signo liberal como el afán por preservar una democracia política. La oferta del PCCh cristalizó en la fórmula “Un país, dos sistemas” pero si Beijing tiene que elegir, primero será el país y después los dos sistemas. La evolución de esta ecuación se plasmó críticamente en Hong Kong en los últimos meses.
En el caso de Taiwán, el potencial desestabilizador es aún mayor. El próximo 11 de enero, es más que probable que las aspiraciones de Xi Jinping a iniciar una vía de reunificación rápida con la isla rebelde también se frustren. La impaciencia continental ha dado alas al soberanismo cuando este se hallaba electoralmente moribundo. En solo unos meses, sus expectativas se han duplicado.
En ambos casos, hasta ahora, la política principal del PCCh en relación a estos territorios centró su atención en la cooptación de las elites y el establecimiento de una alianza sobre la base del interés nacional. Esto se reveló insuficiente.
En el caso de las nacionalidades minoritarias, ubicadas en zonas periféricas y siempre con un nivel de desarrollo inferior al de los territorios con mayoría Han, el modelo autonómico se vio reforzado con políticas desarrollistas que responden a la idea de que la mejora del nivel de vida diluirá las demandas identitarias y potenciará la lealtad al gobierno central. También se quedó corto.
La espiral de centralización que China ha experimentado en los años de Xi Jinping va a contracorriente del sentir de unos territorios y comunidades que no se sienten partícipes de un sueño que así, sin más, difícilmente podrán considerar como propio.