No se ha prodigado el presidente Xi Jinping a propósito de las cuestiones referidas a las nacionalidades minoritarias. Además, en los últimos años, el foco se ha centrado mucho en el problema uigur que ha trascendido de largo las tensiones étnicas para convertirse en un exponente más de la pugna estratégica China-EEUU.
Algún que otro discurso de Xi en las conferencias centrales de trabajo étnico ha insistido en la idea tradicional de las “dos combinaciones”: la de unidad y autonomía, la conciliación de los factores étnicos y regionales. En dicho concepto subsiste el énfasis en la equiparación y la no negación mutua, en la búsqueda de un equilibrio a menudo complejo en un sistema político en el que la última y decisiva palabra la tiene el PCCh, una estructura cuya columna vertebral en la toma de decisiones es el centralismo democrático.
Y sin embargo, en lo que llevamos de xíismo, se han producido cambios significativos en esta cuestión. Hasta ahora, con altibajos, la política oficial se ha venido centrando en el estudio de las nacionalidades minoritarias y el arbitrio de medidas de discriminación positiva con especial énfasis en la protección cultural y la integración social; incluso en el debate académico se ha explorado la utilidad del ensanchamiento de los márgenes del autogobierno y del cogobierno como instrumentos favorecedores de nuevas dinámicas de progreso material e institucionalización.
El acento hoy día se pone, por el contrario, en el fortalecimiento de la comunidad nacional, es decir, en el reconocimiento progresivo de una ciudadanía con iguales derechos con el propósito de reforzar el sentido de pertenencia a la nación china más allá de la adscripción de origen étnico. La comunidad china por encima de la comunidad propia. La unidad sobre la autonomía.
Se resume ese enfoque en la apuesta por una mayor centralización a todos los niveles, en primer lugar. Esto significa que la autonomía, ya limitada, cede paso a la influencia determinante del gobierno y de las instituciones centrales en todos los ámbitos de acción.
Por otra parte, en una cuestión de especial relevancia y sensibilidad como es la lengua, el fomento del uso del mandarín frente a las lenguas de las nacionalidades minoritarias ha experimentado un fuerte acelerón. Y no sin contestación, como se ha podido apreciar, por ejemplo, en Mongolia Interior. El motivo oficial, además del ideológico citado, es facilitar la integración socioeconómica de las minorías en el universo desarrollista de los Han. En la lucha contra la pobreza extrema, este ha sido un vector de acción significativo. En consecuencia, el mandarín debe ganar terreno sobre otras lenguas como la vehicular en las escuelas y ceder terreno en su visibilidad social.
El modelo chino de autonomía transita así por la vía de facto hacia un segundo tiempo en el que la ecuación lengua-autonomía-identidad-separatismo-seguridad, deriva en el impulso de un modelo monocultural que sugiere la homogeneización étnica como el ideal del resurgimiento de la civilización china.
Este giro de la política étnica del PCCh se ha visto reforzado por la guerra de Ucrania. En efecto, una lectura interna sugiere que Kiev no supo arbitrar políticas eficaces para hacer pivotar a las comunidades nacionales minoritarias en su territorio, como la rusa, hacia Kiev. En determinadas regiones, ese déficit alentaría el giro hacia Moscú. Es fundamental, por tanto, habilitar políticas que fomenten el sentido de pertenencia a una comunidad nacional superior, con un fuerte aval estatal, una comunidad humana sustentada en el ejercicio de similares derechos.
Las tensiones territoriales que envuelven la política china (desde Xinjiang hasta el Tíbet, Hong Kong o Taiwán) están derivando en la disposición de una afilada coraza como respuesta que sitúa una identidad cultural más uniforme como pilar básico de la unidad nacional.
La construcción de la “comunidad nacional china” es el paradigma principal del xiísmo en materia de nacionalidades minoritarias.