En relativamente pocos años China pasó de copiar y robar tecnología ajena a convertirse en una superpotencia tecnológica en competencia directa con Estados Unidos. En áreas claves como Inteligencia Artificial, supercomputación, tecnología 5G, tecnología quántica o tecnología espacial, China se encuentra por encima o en cerrada competencia con Estados Unidos. De hecho, dentro de su visión de alcanzar el “gran rejuvenecimiento” nacional, Xi Jinping apunta hacia la supremacía tecnológica como un propósito prioritario. Un propósito directamente ligado, a su vez, al desarrollo de una tecnología militar de punta. Lamentablemente para Pekín, gran parte de su impresionante aparato tecnológico se sustenta en una particular tecnología que no controla. Peor aún, en una tecnología que es controlada por su principal rival estratégico, Estados Unidos.
Los superconductores representan, en efecto, no sólo el principal Talón de Aquiles de China sino el mayor as en la manga del que dispone Estados Unidos. A pesar de los cientos de millardos de dólares que el régimen de Pekín ha invertido en el desarrollo de esta tecnología, aún se encuentra fuertemente rezagado frente a Silicon Valley en el dominio de la misma. Luego de diversas escaramuzas en estos últimos años en el que Washington esgrimió el control de esta tecnología para amedrentar a empresas chinas como ZTE o Huawei, Biden decidió irse finalmente por lo grande. Es decir, cercenar de manera radical el acceso chino a los superconductores y a la tecnología de los superconductores de punta estadounidenses. Ello, con el objetivo manifiesto de estrangular el avance tecnológico chino. Sin esta pieza clave, en efecto, China ve tambalearse todas sus ambiciones de alcanzar la primacía tecnológica y, por extensión, la militar.
Tres reflexiones fundamentales pueden extraerse de esta decisión de Washington. Primero, ella pone de manifiesto que China desafío prematuramente a Estados Unidos. Segundo, ella aumenta de manera drástica el riesgo de que Pekín invada a Taiwán. Tercero, ella evidencia que a pesar de la superioridad de su modelo tecnológico holístico, China se encuentra aún rezagada frente a la masa crítica acumulada del modelo tecnológico estadounidense. Vayamos por orden.
A partir de 2008, y de manera muy particular desde la llegada al poder de Xi Jinping en 2013, el régimen de Pekín asumió una rivalidad frontal con Estados Unidos. Inicialmente al nivel regional y luego al global. Al hacerlo, desoyó el consejo de Deng Xiaoping a sus sucesores, según el cual había que mantener el bajo perfil y ganar tiempo hasta que el fruto maduro de la fortaleza china cayera por si sólo. Desde hace algunos años dos interrogantes se han encontrado sobre el tapete: ¿Desafío China a Estados Unidos demasiado duro y demasiado pronto y, al hacerlo, puso en riesgo la posibilidad de alcanzar sus objetivos de primacía? ¿Puede aún Estados Unidos contener el ascenso de China y retener su propia primacía? La evidencia del emerger indetenible de China y su liderazgo creciente en diversos escenarios parecía indicar que, luego de analizar cuidadosamente los costos y beneficios de su frontalidad así como su llamado poder nacional integral, su régimen había concluido que el momento de plantear el reto había llegado. De hecho, Xi Jinping se ha referido a una concatenación favorable de circunstancias no vistas en un siglo y ha señalado a los próximos diez a quince años como la ventana de oportunidad que permitirá inclinar la correlación de poder mundial a favor de China. Con una sola acción puntual, sin embargo, Biden ha podido demostrar quien domina el juego y desmontar las premisas sostenidas por China. Al hacer evidente la mayúscula vulnerabilidad tecnológica y por extensión militar de China, el Presidente ha dado respuesta a las dos interrogantes planteadas: Pekín desafío prematuramente a Estados Unidos y Washington dispone aún de la capacidad para frenar su ascenso.
Paradójicamente, la constatación de su debilidad tecnológica podría llevar a Pekín a adelantar en varios años su invasión a Taiwán, a quien considera como una provincia renegada. La razón de ello es que la industria global de semiconductores se encuentra controlada por Taiwán. Si bien no al nivel del dominio del know-how, si en el de la manufactura. Es lo que Taipéi ha llamado como el “escudo del silicon”, haciendo alusión a la necesidad que se le plantearía a Estados Unidos de venir en su defensa para evitar que el grueso de la producción mundial de semiconductores cayese en manos de Pekín. Sin embargo, este “escudo” puede convertirse también en el mayor incentivo para la acción que se le plantea a la República Popular China en momentos como este. Especialmente, porque en dicha isla se fabrica un 92 por ciento de los semiconductores más avanzados del mundo (K. Hille, D. Sevastopulo, “TSMC: the Taiwanese chipmaker caught in the tech cold war”, Financial Times, October 23, 2022). Ello hace recordar lo que ocurrió en agosto de 1941: Estados Unidos, quien era el mayor proveedor de petróleo de Japón, impuso un embargo petrolero a ese país. Cuatro meses más tarde Japón hundía la flota estadounidense en Pearl Harbor dando rienda suelta a sus conquistas y, con ellas, a su control sobre las materias primas de la región. Al elevar exponencialmente la vulnerabilidad económica de Japón, mediante el bloqueo petrolero, Washington hizo que el riesgo de ir a la guerra se tornase en una opción aceptable para ese país. Otro tanto podría ocurrir ahora en relación a Pekín y al bloqueo de los superconductores. A fin de cuentas, si bien ello no le garantizaría acceso al know-how, si le permitiría poner de rodillas a Estados Unidos donde la producción física de semiconductores alcanza apenas al 12 por ciento de la manufactura global (K. Hille, D. Sevastopulo, citados).
Detrás de la competencia tecnológica entre China y Estados Unidos destaca la aproximación contrapuesta de sus respectivos modelos. El gobierno estadounidense, que en el pasado propulsó activamente la carrera espacial y otros importantes desarrollos tecnológicos, mantiene desde hace años una política de “manos afuera” en este campo. La investigación y el desarrollo tecnológicos en ese país han sido dejados a cargo de la iniciativa y del capital privados, con importante referencia a los fondos de capital de riesgo. Ello se ha traducido en un abandono de la investigación básica y en un énfasis en la rentabilidad de corto plazo mediante la oferta de productos y servicios atractivos al consumidor. China, por el contrario, evidencia un voluntarismo estatal sustentado en planes de la nación y en políticas públicas. El mismo se busca alcanzar en pocos años un desarrollo tecnológico que, dejado al curso natural de los eventos, tomaría décadas. Más aún, la sinergia existente entre el gobierno y el sector privado y entre el gobierno central y los gobiernos regionales y locales, se traduce en un efecto multiplicador de máximo impacto sobre el desarrollo tecnológico. Recursos, estímulos, y facilidades se acumulan así para brindar el mayor apoyo posible a la innovación tecnológica. De hecho, Estados Unidos no estaría hoy donde está en materia tecnológica de no haber sido por todos los avances en investigación básica que realizó cuando el Estado actuaba como gran catalizador de este desarrollo. El sector privado no ha hecho más que sacar todo el partido posible a ese legado tecnológico proporcionado por el Estado. Parafraseando a Isaac Newton, Silicon Valley y sus contrapartes en otras regiones de Estados Unidos se yerguen sobre los anchos hombros del gobierno federal estadounidense, quien creó las bases para su actual nivel de desarrollo tecnológico. A título de ejemplo valdría citar que, de acuerdo a la NASA, no menos de 2.000 productos o servicios hoy incorporados al acervo tecnológico del país, fueron resultado de su esfuerzo en investigación y desarrollo (J. Gruber, S. Johnson, Jump Start in America, New York, Public Affairs, 2019, pp. 45-46). Hoy día es China, y no Estados Unidos, quien sigue esta ruta. En tal sentido, China se ha convertido en el mejor alumno de la exitosa experiencia de Estados Unidos en los años cincuenta, sesenta y setenta. Este modelo le plantea, a no dudarlo, una importante ventaja a China. Sin embargo, es tal la masa crítica acumulada en materia de investigación y desarrollo en Estados Unidos que, a pesar de la superioridad del modelo holístico chino, la nación americana sigue llevando una importante delantera en diversas tecnologías claves. Tal es precisamente el caso de los semiconductores.
En cualquier caso, se trata del mayor reto planteado a China en las últimas décadas.