A finales de la década de 1970 la Unión Soviética estaba gastando en armamentos tres veces más que Estados Unidos. Ello a pesar de que su PIB resultaba apenas una sexta parte del estadounidense. Más aún, mientras Estados Unidos disponía de una economía altamente diversificada, la soviética derivaba el grueso de sus divisas de las exportaciones petroleras. Ello no sólo hacía que el sacrificio económico asociado a sus gastos de defensa resultase desproporcionado en relación a su riqueza, sino que ataba dichos gastos a una fuente de ingresos esencialmente volátil. (John Lewis Gaddis, The Cold War: A New History, New York, 2005).
Sin embargo, a lo desmesurado del gasto militar soviético se unió otro hecho de la mayor significación. Desde finales de los setenta, Washington puso en marcha una estrategia que buscaba compensar los mayores gastos soviéticos por vía de una tecnología militar más sofisticada. Ello lo llevó a integrar diversos sistemas armamentistas con miras a alcanzar mayor precisión de tiro y capacidad de penetración de sus misiles. El resultado de esta estrategia le permitió obtener más, gastando menos que la contraparte. Ello colocó a la Unión Soviética ante la necesidad de aumentar aún más sus desembolsos, para compensar en volumen de armamentos su menor nivel tecnológico (Robert O. Work and Greg Grant, “Beating the Americans at their own game”, Center for a New American Security, June 6, 2019).
Cuando a partir de mediados de los ochenta Ronald Reagan aumento fuertemente los gastos armamentistas de su país y amenazó con desarrollar un escudo misilístico defensivo, el exhausto oso ruso tiró la toalla. El reto planteado desbordaba no sólo sus capacidades económicas y tecnológicas, sino también sus posibilidades de exigirle mayores sacrificios a su población. Ello puso en marcha la espiral política que condujo al colapso soviético.
Confrontado ahora a los chinos, Estados Unidos ve invertirse los términos de su relación con los soviéticos. Económicamente, China va camino a desplazar a los estadounidenses. Se estima que para 2030 el PIB chino habrá superado al de Estados Unidos en términos absolutos, habiéndolo ya superado en Poder de Paridad de Compra desde 2014. Si bien ante igual nivel de desembolso Pekín puede obtener ya más que Washington, a partir de 2030 esta última capital se colocará abiertamente en el lado perdedor de la competencia presupuestaria. Ello generará una brecha en su contra que se agrandará con cada año que pase. En palabras de Michael Pillsbury: “Para 2050 China dispondrá de una economía muy superior a la de Estados Unidos, posiblemente hasta tres veces mayor de acuerdo a algunas proyecciones (…) China dispondrá de la capacidad de sobrepasar a su antojo los gastos militares estadounidenses” (The Hundred Year Marathon, New York, 2015).
Valga agregar que Pillsbury es de la opinión que China se verá obligada a proteger su nuevo status como gran potencia a través de la fuerza militar y, por ende, a través de un incremento permanente de sus gastos en este rubro. Bajo tales condiciones, Washington puede verse empujado hacia la bancarrota económica si intenta seguirle el paso en gasto militar a una China más prospera. Ni más ni menos, lo mismo que ocurrió con la Unión Soviética ante la constante presión estadounidense.
Sin embargo, a la capacidad económica en ascenso de China se une el hecho de que ésta ha seguido la misma estrategia que puso en marcha Estados Unidos frente a la Unión Soviética. Es decir, la de compensar por vía de la tecnología el mayor volumen de gastos militares estadounidenses. En este sentido, China está ganándole la partida a Estados Unidos en su propio juego. Ello, al haberse transformado en una superpotencia militar asimétrica fuera del campo del poder militar convencional.
Tal estrategia reproduce a nivel militar el potencial de disrupción tecnológica que empresas como Netflix, Uber o Airbnb, han puesto en práctica para desestabilizar hasta los tuétanos a las industrias tradicionales con las que compiten. En esencia, el armamento asimétrico persigue un doble objetivo. Primero, el desarrollo de sistemas de misiles altamente sofisticados, de alcance largo e intermedio, capaces de penetrar y destruir las defensas estadounidenses. Segundo, sistemas armamentistas aptos para inutilizar y cegar la capacidad de comando, control, comunicación e inteligencia de la que dispone Estados Unidos para conducir una guerra. En ambos casos el objetivo es el mismo: destruir los costosos sistemas armamentistas estadounidense por vía de armamentos valorados en una fracción de aquellos. Un buen ejemplo de armamento asimétrico sería el misil anti portaviones. A un costo de unos pocos millones de dólares, este puede destruir a un portaviones de la clase Gerald Ford valorado en más de 13 millardos de dólares, así como a los 65 aviones F-35C que este lleva en su interior a un costo por unidad de más de 100 millones de dólares.
Estados Unidos se dispone así a calzar los zapatos de la desaparecida Unión Soviética. Son las paradojas de la historia.