Tras varios meses desde el inicio de la pandemia por el virus SARS-CoV-2, todavía hoy existen muchas dudas sobre su comportamiento, su persistencia en el ambiente o si será o no estacional. Otra pregunta es si se darán olas sucesivas de brotes epidemiológicos a lo largo de los próximos meses, como se están viendo aparecer en varios países como Singapur, Corea del Sur, Nueva Zelanda, Alemania o, en China, específicamente en la capital Beijing, que ya ha ordenado estrictas medidas de contención para evitar su propagación, después de que la vida hubiera vuelto prácticamente a la normalidad desde hacía varias semanas. Tampoco se conocen las secuelas a largo plazo que puede dejar en el organismo de las personas infectadas y si la inmunidad adquirida a través del contagio permanecerá en el tiempo. Es también una incógnita saber cuándo aparecerá en el mercado una vacuna lo suficientemente eficaz y de precio asequible que se pueda fabricar masivamente para inmunizar a la población de manera que desaparezca el miedo a nuevos rebrotes epidémicos. Lo que sí queda claro es que la pandemia de COVID-19, la enfermedad causada por el nuevo coronavirus, se ha extendido por el mundo entero y está generando no sólo una crisis sanitaria de gran envergadura, sino también una crisis económica sin precedentes y otra de tipo geopolítico de consecuencias geoestratégicas.
La caótica respuesta global a la pandemia de coronavirus y la vacilación de la cooperación mundial han puesto a prueba el orden internacional. La mayoría de las naciones, se han replegado sobre sí mismas, han fallado en la colaboración con otros países y han marginado a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras instituciones multilaterales. La existencia de estos organismos no ha impedido que la mayoría de los estados hayan adoptado un enfoque unilateral, optando por posturas nacionalistas y populistas que han debilitado el apoyo público al internacionalismo liberal. El resultado ha sido una falta casi total de coherencia política global. En un sistema internacional basado en normas, las instituciones multilaterales son fundamentales para su funcionamiento, aunque, en este caso, parecen haber fracasado. Sin embargo, las instituciones internacionales no actúan de manera autónoma, sino que deben ser articuladas e impulsadas por sus estados miembros, que siguen siendo los que verdaderamente las gobiernan. La débil cooperación internacional es una elección, no una inevitabilidad ya que las instituciones multilaterales son lo que los estados y sus líderes hacen de ellas.
Un orden mundial estable es algo excepcional. Como indica Richard Haass, cuando uno surge, tiende a aparecer después de una gran convulsión que crea tanto las condiciones como el deseo de algo nuevo. Requiere de una distribución estable del poder y de una amplia aceptación de las normas que rigen las relaciones internacionales. También necesita de una política hábil, ya que un orden no nace, se hace. No importa cuán maduras sean las condiciones de partida o fuerte el deseo inicial, mantenerlo exige de una diplomacia creativa, instituciones que funcionen y acciones efectivas para ajustarlo cuando las circunstancias cambian y reforzarlo cuando surgen desafíos. Y todos tienen sus fases de crecimiento, culmen, declive y ruptura final. Lo que está desapareciendo en realidad no es un orden internacional en singular, sino dos sistemas que coexistieron durante la mayor parte de la Guerra Fría: el construido alrededor de la bipolaridad EEUU-URSS, basado en un equilibrio militar y en la disuasión nuclear y otro, denominado liberal, controlado por las principales democracias occidentales y que se fortaleció durante el momento unipolar de la hegemonía estadounidense. Hoy ambos sistemas están desmontándose y en este proceso influyen tanto el resurgimiento de China como el ascenso de algunas potencias medias y de actores no estatales, el incremento de gobiernos y movimientos iliberales que ven al orden liberal como una amenaza a su autonomía y supervivencia, el cambio del contexto político y tecnológico, la falta de liderazgo o el fracaso de las instituciones y el intervencionismo equivocado.
En los meses transcurridos desde la aparición de la COVID-19, los analistas han diferido sobre el tipo de mundo que la pandemia dejará a su paso. Muchos argumentan que el mundo en el que estamos entrando será diferente del que existía antes; otros predicen que la pandemia provocará un nuevo orden mundial liderado por China; otros, por el contrario, creen que provocará la desaparición del liderazgo de dicho país. Algunos dicen que terminará con la globalización; otros esperan que marque el comienzo de una nueva era de cooperación global. Otros consideran que, a pesar de los mejores esfuerzos de Beijing y Washington, lo más probable es que China y EEUU salgan de esta crisis significativamente disminuidos y no surgirá una nueva Pax Sinica ni una renovada Pax Americana, sino que ambos poderes se debilitarán, en una deriva lenta pero constante hacia la anarquía internacional. Piensan que, sin un liderazgo mundial claro, en lugar del orden y la cooperación está tomando forma un nacionalismo desenfrenado que socavará el libre comercio y que conducirá a un cambio de régimen en diversos países. También están los que piensan que el mundo tras la pandemia no será tan distinto al que teníamos, no modificará la dirección por la que caminaba la historia mundial, sino que, más bien, la acelerará. Otros, en una visión realista de las Relaciones Internacionales, consideran que están moviéndose hacia la siguiente era global, la de la competencia y enfrentamiento entre las grandes potencias. Washington se estaría preparando para una lucha prolongada por el dominio de China, Rusia y otras potencias rivales. Este mundo fracturado ofrecerá poco espacio para el multilateralismo y la cooperación y surgirán los problemas de la anarquía: luchas hegemónicas, transiciones de poder, competencia por la seguridad, esferas de influencia y nacionalismo reaccionario. Pero este futuro no es inevitable, y ciertamente no es deseable ya que, según G.John Ikenberry, destruiría lo que queda de las instituciones globales en las que los gobiernos confían para abordar problemas comunes. Las democracias liberales descenderían aún más a la desunión y, por lo tanto, perderían su capacidad de dar forma a las reglas y normas globales y el mundo que surgiría del otro lado sería menos amigable con los valores occidentales como la apertura, el estado de derecho, los derechos humanos y la democracia liberal.
El poder económico y militar de China ha crecido en las últimas dos décadas junto a un deseo incrementado de influir fuera de sus fronteras de acuerdo con su ascenso como potencia global. En una dinámica de poder de transición clásica, China busca un papel más importante en el mundo, mientras que Estados Unidos lo abandona voluntariamente o, involuntariamente. El poder militar y económico de EEUU, punto de apoyo geopolítico sobre el que descansaba el orden internacional liberal, estaba ya siendo desafiado por China antes de la pandemia, tanto a nivel regional como global. Pero también por la propia administración Trump que, según el manifiesto firmado por un amplio grupo de expertos en Relaciones Internacionales estadounidenses, afirman estar alarmados por esos ataques del presidente a las instituciones internacionales y consideran que el sistema debería reformarse, pero no destruirse. Piensan que el orden global ciertamente necesita grandes cambios pero que las instituciones son mucho más difíciles de construir que de destruir y casi nadie se beneficiaría de un descenso al caos de un mundo sin instituciones efectivas que fomenten y organicen la cooperación. Los EEUU han sido incapaces de asentar su legitimidad y credibilidad ética, sus adversarios de ayer han vuelto a ser sus adversarios hoy, y sus aliados de ayer están desconcertados y no se sienten ya realmente aliados suyos. El gobierno de Trump se sumó a los problemas del orden al debilitar la estructura de sus aliados y deslegitimar sistemáticamente las instituciones multilaterales, un fracaso patente que no parece fácil de remediar, creando un vacío político y diplomático que China puede llenar. Ciertamente, el resultado ha sido un mundo cada vez más disfuncional y caótico. Es probable que la crisis actual refuerce tales tendencias. La rivalidad estratégica ahora definirá todo el espectro de la relación entre Estados Unidos y China, tanto a nivel militar, como económico, financiero, tecnológico e ideológico y configurará cada vez más las relaciones de Pekín y Washington con terceros países.
La salud pública mundial, aislada durante mucho tiempo de la rivalidad geopolítica y la demagogia nacionalista, se ha convertido de repente en un terreno de combate político, paralizando la respuesta del mundo a la pandemia. Se está criticando con severidad a China por su tardía respuesta a la hora de avisar al resto del mundo de la existencia del nuevo coronavirus y, también, por falsear los datos de contagio y fallecimientos. Sin pretender añadir o quitar responsabilidades, que hay que dirimir, es necesario analizar también cuántos otros países, y en contra de la evidencia científica, han minusvalorado la capacidad de contagio del virus cuando ya existían pruebas más que suficientes de su elevada tasa de transmisión y letalidad; cuántos gobiernos no han tomado las medidas pertinentes en el momento adecuado y han declarado en los medios de comunicación que no iba a tener esos efectos tan perniciosos en sus respectivos países, como si existieran barreras a la expansión de un virus. No son todos los que no han actuado con responsabilidad y eficacia, pero sin ser demasiado exhaustivos repasando un caso tras otro, basta con observar nuestro propio país que, mediante grandes dosis de desinformación cuando ya habían casos de contagio, permitió eventos sociales de diferente tipo que implicaban la acumulación de muchedumbres en un momento en el que el virus ya se había extendido a otros países como Corea del Sur, Singapur o bien Italia, país vecino, donde estaba causando estragos y se conocían los datos alarmantes. China tuvo que enfrentarse a la aparición de un virus desconocido y establecer las pautas de contención y tratamiento, otros países, sin embargo, ya tuvieron la información por adelantado, pero no actuaron correctamente. Con 60 decesos por cada 100.000 habitantes, España se encuentra en el tercer puesto de los países con más muertos por coronavirus por número de habitantes y sólo después de que el Ministerio de Sanidad revisara la serie histórica y rebajara el número de fallecidos. Son sólo los contabilizados oficialmente, pero otros análisis, como los realizados por el Sistema de Monitorización de la Mortalidad (MoMo) del Instituto de Salud Carlos III, llegan a la conclusión de que existe un 42% más que no aparecen en las estadísticas. Es difícil elevar una crítica a otros países con estos elementos sobre la mesa sin entonar el mea culpa.
La incompetencia de la respuesta ante la pandemia dada por EEUU, país con el número de contagios y fallecidos más elevado del mundo hoy, ha dañado su reputación, su poder blando. China, por otro lado, brindó ayuda, e inició una vigorosa propaganda, la “diplomacia de mascarilla”, en un intento de convertir la narrativa de sus errores iniciales en una respuesta positiva a la pandemia. Sin embargo, gran parte del esfuerzo de Beijing para restaurar su soft-power ha sido tratado con escepticismo en Europa y en otros lugares. En palabras de Joseph S. Nye, esto se debe a que “el poder blando se basa en la atracción” y “la mejor propaganda no es propaganda”. La narrativa imperante se basa en las reticencias que causa el ascenso de China y la posibilidad de que pueda inclinar el equilibrio de poder mundial a su favor y la desconfianza que genera su sistema político y su asertividad.
La pandemia y la respuesta a la misma parecen estar revelando y reforzando las características fundamentales de la geopolítica actual y mostrando sus vulnerabilidades. Los efectos de la pandemia han empezado a hacer más visible ciertos agentes de cambio a nivel geopolítico, fundamentales e interconectados, que ya estaban presentes antes de la pandemia como la regionalización y relocalización, produciendo el regreso de empresas y medios de producción a los países de origen desde China y otros países asiáticos para asegurar la cercanía y acceso de los bienes considerados estratégicos, evitando una dependencia crítica de otros estados. También se está favoreciendo el desacoplamiento, con el fin de separar a China del acceso a la tecnología occidental y cambiar a su favor el flujo global de mercancías y financiación. Pero estos comportamientos están creando una fractura interna en el bloque occidental, debido a que no todos los países están de acuerdo en conceder la exclusiva a Washington ya que, a causa de su actual comportamiento aislacionista e impredecible, no aseguraría su compromiso de protección y, sin embargo, le proporcionaría una herramienta más de presión y control sobre sus aliados y socios. Hasta cierto punto, esto es el resultado de lo que Fareed Zakaria describió como «el ascenso del resto», como consecuencia de una disminución en la ventaja relativa de los Estados Unidos a pesar de que su fuerza económica y militar absoluta hubiera continuado creciendo. Pero es también algo más, ya que es el resultado de la vacilación de la voluntad estadounidense en la estrategia de cooperación con otros países, y no una disminución de su verdadera capacidad.
La crisis parece haber destruido gran parte de lo que quedaba de la relación entre EEUU y China. En Washington, cualquier retorno a un mundo de «compromiso estratégico» anterior a 2017 con Beijing ya no es políticamente sostenible. Un segundo mandato de Trump significará un mayor desacoplamiento y posiblemente un intento de contención y, si ganara las elecciones el candidato demócrata Joe Biden, tampoco parece que existirán grandes modificaciones en la situación ya que los sentimientos anti-China están enraizados ya en ambos partidos. Estados Unidos parece surgir de este período como una organización política más dividida en lugar de una más unida, como normalmente sería el caso después de una crisis nacional de esta magnitud. Como indica el politólogo estadounidense Graham Allison, la mayor amenaza para la posición de Estados Unidos en el mundo se encuentra en los fracasos del propio sistema político estadounidense. “El desafío decisivo para los estadounidenses de hoy es nada menos que reconstruir una democracia que funcione dentro de sus fronteras”. Esta fractura continua del establecimiento político estadounidense agrega una restricción adicional al liderazgo global de los EEUU que facilitaría el ascenso a la posición de liderazgo de China, pudiéndose entrar en la trampa de Tucídides que provocaría que la relación entre ambos países se volviera aún más conflictiva.
Al igual que con otros puntos de inflexión históricos, tres factores darán forma al futuro del orden global: cambios en la fuerza militar y económica relativa de las grandes potencias, cómo se percibirán esos cambios en todo el mundo y qué estrategias desplegarán las grandes potencias. En base a los tres factores, China y Estados Unidos tienen motivos para preocuparse por su influencia global en el mundo post-pandemia. La caída en picado de los índices económicos mundiales durante el confinamiento ha convencido a Estados y organizaciones internacionales de que la crisis económica será difícil y posiblemente duradera. Se está recuperando la figura del Estado como actor económico incluso en los países más liberales que están interviniendo con importantes planes económicos imprescindibles para proporcionar el impulso inicial que permita reactivar las economías nacionales. La pandemia también ha hecho más visible el ascenso tecnológico de China, y tanto su soft-power como la geopolítica de la tecnología podrían reforzar la imagen internacional de China, e incluso impulsar el cambio en la estructura de poder global imperante.
Es demasiado pronto para predecir cuándo y cómo terminará la crisis, ya que dependerá del grado en que las personas sigan las pautas de distanciamiento social y la higiene recomendada, la frecuencia e intensidad de los rebrotes epidémicos, la disponibilidad de pruebas rápidas, precisas y asequibles, medicamentos antivirales y una vacuna eficaz y fácil de obtener, así como del alcance del alivio económico proporcionado a individuos y empresas. Pero otros factores también intervendrán, añadiendo complejidad al análisis. La recuperación económica jugará un importante papel en el reposicionamiento de cada una de las grandes potencias y en el desplazamiento de los equilibrios de poder geopolíticos. Aquellas potencias que salgan de la pandemia con graves problemas económicos verán reducidas de manera drástica sus opciones estratégicas. Así, China estaría, en principio, mejor situada que EEUU, ya que ha salido de la pandemia con antelación y relativamente intacta, pero la intensificación de la regionalización y la desvinculación de los mercados más importantes del mundo, Europa y EEUU, le afectarán negativamente. A Estados Unidos, por su parte, le falta el deseo y sigue insistiendo en su política de “América primero”, un Trumpismo que se entiende mejor como un movimiento en contra del orden establecido de alcance transnacional.
El orden mundial ha sido golpeado en sus cimientos y, si la crisis actual hace que se llegue a la conclusión de que el multilateralismo está condenado y los políticos se convencen de la necesidad de provocar su desaparición, se estará preparando a la humanidad para calamidades aún más costosas. Si la crisis, en cambio, sirve como llamada de atención, como estímulo para hacer reformas e invertir en un sistema multilateral más efectivo, el mundo estará mucho mejor preparado cuando llegue la próxima crisis mundial.
El mundo que surgirá de la crisis posiblemente será todavía reconocible. Una disminución del liderazgo estadounidense, la potenciación del liderazgo chino, una cooperación mundial vacilante y discordia entre las grandes potencias, el desacoplamiento estratégico, el nacionalismo, la fragmentación y el colapso del orden global. Todo esto caracterizaba ya el entorno internacional antes de la aparición de la COVID-19, pero la pandemia los ha exacerbado y se convertirán en características aún más destacadas del mundo que está por venir. Pero aportando una pizca de optimismo, la pandemia también ofrece la oportunidad de revertir este curso y optar por un camino diferente: un esfuerzo de última oportunidad de ajuste y reforma para reclamar un proyecto que reconstruya un orden abierto, inclusivo y multilateral.