Difícilmente podían imaginar los ingenieros ingleses que a finales del siglo XIX participaban en la construcción del ferrocarril Tianjin-Shanhaiguan y que descubrieron el particular encanto de Beidaihe, entonces un pequeño pueblo de pescadores, que acabaría por convertirse, bien entrada la segunda mitad del siglo XX, en la estación balnearia de referencia del poder chino. Antes lo había sido también de notables de la dinastía Qing, de capitalistas chinos y de diplomáticos de las misiones extranjeras que pululaban por aquella China diezmada.
Desde que Mao, en 1953, concibió su idoneidad para reunir a los más altos dirigentes, en activo y veteranos, para intercambiar impresiones distendidamente, hacer balance y afrontar el invierno, se convirtió en un lugar de obligada referencia, se diría que en ocasiones tan vital como Zhonnanghai, en el corazón de la capital. Las tormentas eléctricas y los tiburones que acechaban a lo largo de la costa crearon el marco «ideal» para perfilar el horizonte político inmediato, pero también para la exaltación poética del propio Mao que en el verano de 1954 encumbraba las blancas olas del mar de Bohai que “llegan hasta el cielo”.
Quedan pocos restos del otrora humilde pueblo, donde podían apreciarse los excelentes hongos que en sopa tanto le gustaban a la vidriosa esposa de Mao, Jiang Qing, habitual enemiga de la playa para evitar, según las malas lenguas, que se vieran sus seis dedos del pie derecho que tanto la acomplejaban. De aquellos tiempos queda una línea especial de tren que conecta Beidaihe con la capital, con su viaje de ida y vuelta de documentos confidenciales y personal de servicio. Mao tenía el edificio No. 8, mandado construir expresamente por el general Yang Shangkun; otros tuvieron que conformarse con las antiguas mansiones expropiadas. A mayores, Mao ordenó construir numerosos balnearios donde trabajadores modelo pasaban también sus vacaciones.
Año tras año, en verano, los líderes chinos han hecho el camino a Beidaihe, un signo de relevancia política y un objeto preciado para los sinólogos acostumbrados a leer entre líneas en la particular mística política china. Fue en Beidaihe donde Mao contempló su dimisión como presidente de la República, que llevaría a cabo en 1959. De aquí partió el Gran Timonel para reunirse con Jruschov, en visita secreta a China, madurando a su regreso la ruptura con los soviéticos, doblemente impulsada por el llamado Gran Salto Adelante y el bombardeo de las islas de Qemoy y Matsu, cercanas a Taiwán y controladas por el derrotado Kuomintang. En Beidaihe, Mao dio el primer aplauso público a las comunas populares y a los hornos domésticos que duplicarían la producción de acero en un año, aunque de bien poco valdría tanto esfuerzo. Algunas de sus mansiones serían testimonios silenciosos del golpe y contraataque de Lin Biao en 1971, nunca aclarados por completo.
Beidaihe fue una referencia obligada durante más de cincuenta años en la política china hasta que Hu Jintao logró cancelar los encuentros en 2004, al inicio de su mandato, poniendo fin al cónclave chino por excelencia, el más elitista y con un pasado ligado a tantos momentos trascendentales de la China contemporánea. La decisión de Hu no fue banal, era una muestra del signo de una reforma política que aspiraba a reforzar la institucionalidad formal y ser innovadora, con medidas como esta que le permitían ganar cierta popularidad entre la ciudadanía, siempre insatisfecha con los privilegios de la clase dirigente y con unos hábitos de comportamiento asociados a una cultura política que debería pasar a mejor vida.
Ahora, de nuevo, Beidaihe recupera su brío, confirmándose como una oportunidad, a una escala más profunda que las dos sesiones legislativas anuales, para tomar el pulso real al estado de cosas en el PCCh y en el país. Quizá por ello su opacidad escala hasta niveles insondables.
Este año, aunque no estamos en vísperas de un congreso del Partido, la ocasión de su primer centenario, a celebrar en 2021, y un contexto marcado por la confrontación estratégica con EEUU, la Covid-19 y las muchas dificultades que ambos sucesos han deparado al PCCh, aconsejan una celebración atenta pues debiera hacer balance de la situación y señalar ajustes, de haberlos, así como también medir la fortaleza y/o contestación del liderazgo de Xi Jinping.
A falta de información, los rumores siempre preceden a estos encuentros. En el caso de Xi, las voces críticas con su política y estilo de gobierno han eclosionado nuevamente como dardos certeros. Es el supuesto reciente de Cai Xia, ex profesora en la Escuela Central del PCCh, que se une al coro de voces (desde Xu Zhangrun a Chen Ping o Deng Yuwen, entre otros) que alertan contra el pernicioso rumbo del país que equiparan con una involución política en toda regla.
Cuestiones como la supresión del límite de dos mandatos consecutivos, la quiebra de la regla de edad de jubilación, la sustitución del consenso y la dirección colegiada por un mandato más unipersonal, mecanismos que habían sido establecidos por Deng Xiaoping como preciosos talismanes contra la atrofia política, hoy están bajo cuestión y sugieren una concentración del poder que aleja cualquier hipótesis de democratización. El resurgir del culto a la personalidad, la equiparación del derecho a la discrepancia con una posición indebida o la acumulación de tabúes son indicativos de una senda reforzada de las tendencias autocráticas del poder en China. En otro orden, al abandono de cierta prudencia diplomática se le atribuye la complejidad del momento internacional que vive el país. Probablemente Xi desbaratará cualquier reserva echando mano de lo que Mao dejó escrito en su poema: “¡pero el mundo es otro!”…
El próximo octubre debe celebrarse un nuevo pleno del Comité Central. Pese a las dificultades y reservas del momento, es dudoso que Xi Jinping afronte cualquier cuestionamiento serio de su estatus. Por el contrario, lo más probable es que se insista en la certeza del rumbo -sin hacer concesiones- y en la excelencia del timonel. Todo ello para que el sueño chino se materialice apelando al sacrificio y la resistencia ante las presiones externas, inevitablemente en aumento ante la perspectiva de un conflicto que el PCCh parece asumir como inevitable.