Cuando se cumple medio siglo de la sorprendente visita del presidente Richard Nixon a Beijing (21 a 28 de Marzo de 1972), la pregunta que muchos se hacen en EEUU y en todo el mundo es si aquello fue un prodigioso ejemplo de malabarismo diplomático o, por el contrario, la mayor torpeza estratégica del siglo XX.
Durante años, ha prevalecido la primera impresión: una jugada maestra que permitió a la Casa Blanca sumar a China a su diferendo con la URSS y sentar las bases de su victoria en la Guerra Fría. Aquella China pobre en modo alguno era un rival para EEUU y sus diferencias con Moscú ensanchaban los espacios apropiados para la cooperación. Aun así, fueron necesarios siete años más para propiciar un salto significativo en los vínculos formales, que llegaría en 1979 con el establecimiento de relaciones diplomáticas y la amarga ruptura con la otra China, la de Chiang Kai-shek. Fue entonces, en ese mismo año, cuando Deng Xiaoping realizó su histórica visita a EEUU.
Fruto de lo que se llamó la “diplomacia del ping-pong”, aquel encuentro de 1972, en plena Revolución Cultural, debe contextualizarse en dicho marco bipolar y estratégico. Lo que ocurrió tras la muerte de Mao, la adopción del reformismo denguista, no se debe, stricto sensu, a esa normalización con EEUU, aunque ello facilitó y mucho la inserción internacional de la China de Deng. Las primeras políticas del Pequeño Timonel no tenían como referente el liberalismo estadounidense sino las atrevidas medidas auspiciadas durante la “restauración burocrática”, a contrapelo del maoísmo, que siguió al fracaso del Gran Salto Adelante. Y fue así, realmente, como empezó todo el dinamismo económico que condujo a la realidad actual de una China segunda potencia económica del mundo. Cuando Nixon visitó China, Deng, víctima de la Revolución Cultural, estaba condenado al ostracismo político en su propio país.
Quiere esto decir que arrogarse por parte de EEUU la responsabilidad principal por haber inspirado la sorprendente transformación de China en las últimas décadas, no se corresponde con la realidad. Facilitó cosas, sin duda, pero las claves del cambio de rumbo son esencialmente internas. Bien es verdad que Washington no las dificultó y esa atmosfera facilitó el desarrollo de una importante admiración en China hacia EEUU que iniciaría su declive pronunciado, y a lo que se ve imparable, con el bombardeo de su legación diplomática en Belgrado, en 1999.
Carece, pues, de sentido el mea culpa que algunos entonan ahora como también sus críticas a la hipotética deslealtad de Beijing. No es que las autoridades chinas se aprovecharan de EEUU para dinamizar su economía descartando una evolución política liberal, tal como imaginaban, quizá ilusoriamente, en Washington, confiando en que el cambio económico conduciría, inexorablemente, al cambio político. Aun a sabiendas de ciertos titubeos, el PCCh nunca abogó por esa ecuación pues pondría en serio peligro su hegemonía política.
Cabe reconocer, no obstante, que EEUU se benefició y mucho de esa normalización en todos los términos. Ya no solo por los importantes réditos estratégicos obtenidos de dicha suma en sus diferendos con Moscú sino incluso, en lo propiamente crematístico, por las oportunidades brindadas a sus grandes empresas multinacionales con la apertura del mercado chino. Lógicamente, el balance de Beijing es más satisfactorio aun.
Las relaciones bilaterales viven hoy día las secuelas de un fin de época plasmado ya durante la Administración Trump, si bien los primeros fundamentos de ruptura pudieran remitirse a la presidencia de Barack Obama y su “Pivot to Asia”. Fue en 2018 cuando el vicepresidente Mike Pence, en el conservador Instituto Hudson, formuló la quiebra radical. Con su verbo acusador, EEUU dejó atrás la era de cooperación para abrazar la confrontación como piedra angular de sus relaciones. Joe Biden persevera en esta senda.
Desde la rivalidad estratégica a las invitaciones al desacoplamiento, EEUU y China tantean ahora la definición de unas nuevas y complejas bases políticas para atemperar una coexistencia que vuelve a tener en Taiwán la cuestión más espinosa. El propósito de Beijing de seguir por una senda propia y alejada del liberalismo occidental y su proximidad estratégica con Rusia, que por el momento le suministra el 16% de sus importaciones anuales de petróleo y el 34% de las de gas, sugieren que el deterioro está lejos de haber culminado.
Los ecos del pasado resuenan en el actual escenario geopolítico pero las grandes diferencias que les separan (comercio, derechos humanos, etc.) advierten de una muy difícil mejora de las relaciones.