Prácticamente desde siempre, la abultada demografía es una variable indisolublemente asociada a China. Ya lo decía el misionero agustino y pamplonica Fray Martín de Rada al señalar que por aquellos lares “la tierra está tan llena de muchachos, que parece que las mujeres paren cada mes”. Más acá en el tiempo, aun en los años cincuenta, pese a la persistencia de dicho fenómeno general, la población no alcanzaba los 500 millones de habitantes, pero se impuso el concepto de la bomba demográfica. Mao lo resumía así: “más gente, más fuerza”, y no solo para nutrir una economía en ascenso que precisaba mucha mano de obra; también ante la eventualidad de un conflicto nuclear que quizá podría diezmar pero nunca aniquilar su población. Treinta años después se impuso un drástico freno para que aquel “más gente” no asfixiara la larga marcha hacia el desarrollo. Y esa política desemboca directamente en la actual encrucijada.
Con un ligero retraso que al Financial Times le sonó a tratar de ganar tiempo para maquillar cifras, China dio a conocer los datos de su último censo nacional. Al margen de la enmienda de algunas sumas críticas adelantadas por el rotativo británico, las tendencias son claras. La población china se reduce y envejece y la mano de obra tiende a escasear. Esto último es especialmente apreciable en la reducción del número de trabajadores migrantes. Su edad promedio avanza: si en 2008 era de 34 años ahora supera los 41. Los que tienen entre 16 y 30 años representaban el 42 por ciento en 2010 y ahora bajaron a poco más del 22 por ciento. Y la población migrante mayor de 50 años se duplicó, llegando al 26 por ciento.
Esta reserva de mano de obra, en gran medida decisiva para explicar la transformación económica de China, cotiza claramente a la baja. Es probable que la pandemia haya acusado su evolución en el último año pero más allá de eso su disminución es perceptible. Y no todo en ello es negativo. Por ejemplo, su incorporación a las dinámicas de urbanización (que representa ya más del 63 por ciento) determina un nuevo estatus que facilitará su integración en esa clase media llamada a tirar del crecimiento en los próximos años.
Las estadísticas chinas desmienten la alarma a propósito de un descenso galopante de la población que se situaría por debajo de los 1.400 millones, aunque el crecimiento fue menor en esta década que en la precedente, vaticinándose que seguirá disminuyendo, como viene haciendo desde 2018. Aunque la mano de obra (880 millones) sigue siendo abundante, el descenso de la población en edad de trabajar fue del -6,79 por ciento respecto a 2010.
Llama igualmente la atención el dato sobre el incremento de la población entre las nacionalidades minoritarias, superior al experimentado por la mayoría han, en una proporción que se aproxima al 9 por ciento del total. Otro dato revelador es la tasa de relación entre géneros, que mejora ligeramente.
El crecimiento de la franja de chinos mayores de 60 años advierte de la severa profundización del envejecimiento de la población. Y también sobre sus efectos: más sobrecarga de los sistemas de salud y de pensiones en un estado de bienestar que sigue siendo rudimentario y con una erosión de la institución familiar como garantía. Esa estructura de la población, más que su valor absoluto, representa la mayor hipoteca para una China que necesita mantener el ritmo de crecimiento.
Con una renta per cápita ligeramente superior a los 10.000 dólares (frente a los más de 65.000 de EEUU), estos datos acrecientan la especificidad china, que será vieja antes que rica como desde hace tiempo se dice, pero además con pocas probabilidades de alcanzar el nivel de ingresos propio de las economías más desarrolladas aunque en términos absolutos las supere ampliamente.
A estas tendencias, habría que sumar otros datos significativos. Por ejemplo, la tasa de analfabetismo se redujo al 2,6 por ciento y la población con formación universitaria alcanza los 218 millones de personas, casi doblando los datos en comparación con 2010.
La radiografía demográfica china obligará a tomar más decisiones. Y rápidas, desatascando la actual falta de consenso. La reforma introducida en 2015 no ha supuesto un giro sustancial. El Banco Central recomendó recientemente el abandono de las políticas de control que aún subsisten.
Pero provocar un auge en la natalidad se aventura complicado en virtud de las circunstancias económicas, sociales y culturales. El problema es que la mayoría de los jóvenes, tanto chicos como chicas, sólo quieren un hijo, o ninguno. Este cambio cultural queda ilustrado por el aumento de la edad para casarse que en una década pasó de 23 a 28 años. El aumento del coste de la vida puede más que las tradiciones. Asimismo, algunos grupos feministas, que podrían ganar en visibilidad en los próximos años en virtud de la escasa sensibilidad del liderazgo en esta cuestión, rechazan el matrimonio y la procreación. Esto es inaceptable para el gobierno chino, para quien las uniones heterosexuales siguen siendo la punta de lanza de cualquier política natalista.