La pandemia del nuevo coronavirus ha sacado de su ostracismo a Taiwán, que ha desarrollado una gestión modélica de la crisis presentando un balance envidiable: apenas unos cientos de infectados y menos de una decena de muertes. Y todo ello a escasas millas náuticas de China continental y con miles de taiwaneses trabajando en la ciudad de Wuhan, repatriados parcialmente de forma escalonada. Ello ha generado una corriente de admiración y simpatía hacia Taipéi pues esto lo ha logrado sin necesidad de adoptar medidas drásticas ni lesivas ni para su gente ni para su economía. Dichos buenos resultados le han permitido también multiplicar su ayuda exterior, tanto en forma de donaciones de material médico y suministros como de intercambio de experiencias, incluso con países que no son aliados diplomáticos suyos como República Dominicana, Costa Rica, El Salvador o Panamá. Y también con países europeos como la República Checa. La óptima gestión de la pandemia le está permitiendo recuperar y establecer nuevos lazos en un ámbito en el que no hacía sino retroceder de forma imparable.
La Covid-19 le ha permitido a Taiwán, en primer lugar, salir a flote de su aislamiento internacional, agravado por la política de Beijing de ejercer la máxima presión para que el soberanismo taiwanés volviera al redil del principio de “una sola China”, hoy día rechazado por la mayoría de los taiwaneses; en segundo lugar, denunciar su situación de forzada marginalidad especialmente en crisis de este tipo en las que su ausencia de determinados organismos internacionales tiene costes para todos: para su población, porque no tiene acceso a la información en similares condiciones a las de otros países, y también para la comunidad internacional, que se ve privada del conocimiento fluido y normalizado de sus experiencias. De ahí que sus autoridades carguen profundamente contra la OMS, que rechaza su participación porque tal como están las cosas en el sistema ONU ello depende de salvar el veto chino. Entre 2009 y 2016 fue posible esa participación a titulo de observador porque entonces había sintonía entre Taipéi y Beijing.
En este empeño, a Taiwán le es de mucha ayuda el creciente apoyo de la Administración Trump que desde el inicio de su mandato mostró la voluntad de reconsiderar las políticas establecidas desde los años setenta en relación a este asunto. A diario, la Casa Blanca, aun sin reconocer diplomáticamente a Taiwán, mete el dedo en el ojo de China con iniciativas y medidas que la sacan de quicio. Pero lo realmente importante del actual rebrote de la cuestión taiwanesa es que se ha debido en esencia a sus propios méritos, a una gestión brillante de una grave crisis que no solo le depara visibilidad y credibilidad sino también reconocimiento internacional.
Esta circunstancia puede condicionar aun más la eficiencia de la actual política taiwanesa de Beijing, rechazada mayoritariamente en la isla según las encuestas y objeto de críticas por su inflexibilidad y endurecimiento. Ahora también podría desatar una reacción en cadena haciéndole perder apoyos a nivel global.