Reproducimos a continuación la Introducción de la obra de Javier García (Akal,2022): China, amenaza o esperanza. La realidad de una revolución pragmática.
Introducción
Escribir un libro que trate de China no es tarea fácil. Para entenderla hay que liberarse de los prejuicios, lo que no es nada sencillo. La obsesión de los medios occidentales por oscurecer la imagen del país
ha acabado penetrando en las cabezas más abiertas y conformado una suerte de nebulosa mental que impide ver sus impresionantes avances en las últimas décadas.
Una evolución que ha beneficiado enormemente no solo a sus 1.400 millones de habitantes (la quinta parte de la población mundial) sino que también ha tenido efectos positivos en el resto del planeta. Y podría seguir teniéndolos si fuésemos capaces de configurar un nuevo orden mundial multipolar en el que la humanidad se centre de una vez en las cosas que realmente importan: la pobreza, la injusticia, el cambio climático, el desarrollo equitativo o la paz.
Llegué a China después de haber pasado décadas cubriendo como periodista guerras, conflictos y países en situaciones generalmente complicadas. Intenté aproximarme al país, como a cualquier otro, con la mente abierta y libre de prejuicios. No hay nada peor para un periodista que dejar que las ideologías y las ideas preconcebidas empañen la percepción de una cultura distinta.
La mayor dificultad a la hora de juzgar a China desde Occidente está en el enfoque y la aplicación de nuestros propios valores a una civilización completamente diferente. Pensamos que nuestra forma de ver la convivencia humana no solo es la correcta, sino que debe ser universalmente aceptada y adoptada por todas las culturas del planeta.
Como decía el gran bioquímico y sinólogo británico Joseph Needham, China supuso para él confrontarse con algo totalmente distinto a la tradición occidental en la que había nacido y crecido. Ofrecía una alternativa, otra manera de mirar la realidad, unas prácticas sociales distintas y una actitud hacia el mundo radicalmente diferente.
En lugar de intentar enriquecernos con lo bueno que podamos sacar de esa perspectiva, nos obcecamos en aplicar a China nuestros esquemas mentales, blancos y negros, dicotomías y proyecciones.
El sistema chino no es en absoluto perfecto y tiene multitud de aspectos negativos, por supuesto, pero también muchos otros positivos, de los que podemos aprender, como ellos lo hacen constantemente de otras culturas con su ancestral espíritu práctico.
¿No era la diversidad y la pluralidad de concepciones uno de los valores centrales de Occidente?. ¿O solo puede serlo mientras no cuestione nuestra forma de ver el mundo?
Su gobierno no tiene una legitimidad concedida por las urnas, pero sí por el apoyo de la inmensa mayoría de sus ciudadanos, como reflejan una y otra vez todas las encuestas de opinión occidentales. El sondeo elaborado en Europa o EEUU que menos apoyo refleja al gobierno chino por parte de sus ciudadanos lo cifra en un 85%.
La legitimidad derivada de las elecciones tampoco es una tradición de larga data en Occidente. El sufragio universal es reciente. Se podría decir que la administración de EEUU solo se convirtió en legitimada desde 1965, cuando se permitió votar a los afroamericanos o que la Unión Europea no está legitimada porque sus representantes no son elegidos directamente por los ciudadanos.
El sentido de la legitimidad chino es diferente. Se apoya en los resultados de la acción de gobierno, el respaldo popular y en el perfeccionamiento del sistema de meritocracia administrativa vigente en China desde hace más de 2.000 años. Gran parte de ese tiempo fue más próspera y pacifica que las naciones europeas de entonces.
En los últimos 40 años, ha pasado de ser uno de los países más pobres del planeta a uno de altos ingresos, según los baremos del Banco Mundial. Ha conseguido sacar de la pobreza extrema a 850 millones de personas y erradicarla de su enorme población, algo que sigue siendo un sueño para los países más ricos del mundo, no digamos para los países en desarrollo del sur del planeta.
El 50% de la población menos favorecida de China ha experimentado la más formidable mejora de sus condiciones de vida en los 5.000 años de historia de su civilización.
En 1980 en Pekín los chinos andaban mayoritariamente en bicicletas. No había casi coches, ni rascacielos, ni grandes derechos individuales, nadie viajaba fuera del país. Hoy pueden elegir dónde trabajar, estudiar o vivir, qué ponerse, qué comer, adónde ir. Más de 100 millones de turistas chinos viajan cada año alrededor del mundo y vuelven después a su país.
Pero hay que demonizar a China porque es una “dictadura” pese a que la inmensa mayoría de sus habitantes piensa que vive en una democracia, según las encuestas internacionales. Y cuando la calidad democrática de los países occidentales deja cada vez más que desear.
No es cualquier dictadura claro. Es una “comunista”. Si fuese una de derechas en la que las élites económicas controlasen el poder y los pobres viviesen en la indigencia sería considerado seguramente un país fabuloso y un estrecho aliado, como Arabia Saudí.
Cuando se denigra a China con el solo argumento de que no tiene un modelo igual que el nuestro, se ataca a 1.400 millones de personas, que han conseguido con tremendo esfuerzo dejar la pobreza atrás y alcanzar una vida mucho mejor.
Están embarcados en un sueño colectivo del común que es el suyo y no tenemos ningún derecho a arrebatárselo. Soñemos nosotros con una democracia más justa, participativa, tolerante y abierta pero dejemos al resto de la humanidad experimentar diferentes caminos.
Los tiempos en que Occidente tenía que decirle al mundo como debía comportarse han quedado atrás. Asumámoslo, no somos los mejores en todo, ni los únicos en posesión de la verdad, ni tenemos que inventarnos enemigos donde no los hay solo para complacer a un centro imperial en decadencia cada vez más peligroso.
El mundo liderado por Occidente desde hace 200 años ha supuesto avances en muchos aspectos pero no ha conseguido resolver las grandes injusticias y desigualdades, sino que las ha agravado en buena medida.
Nos ha puesto además al borde de un precipicio climático que puede acabar con todos nosotros y con nuestro planeta.
En lugar de ocuparnos de esas cuestiones centrales para la supervivencia, hemos reforzado la carrera armamentista y nos hemos embarcado en una guerra en la misma Europa con otra cultura diferente pero más cercana como la rusa, con la que no hemos sido capaces de organizar una convivencia pacífica.
Todo indica que se trata de un preámbulo de un conflicto de mucho mayor alcance con China. Esa parece ser la única vía que le queda a Estados Unidos para frenar su declive, tras intentar contener el ascenso del país asiático por todos los medios posibles.
En contra de la tendencia globalizadora, ha puesto en marcha una guerra comercial pocas veces vista en la historia. En contra de las prácticas de libre competencia, ha atacado, prohibido e incluido en
listas negras a las empresas tecnológicas chinas. En contra del derecho a una información veraz, ha emprendido una abierta campaña mediática de desprestigio contra el país sin reparar en descaradas fabulaciones como la del “genocidio” en la región de Xinjiang.
Europa le ha seguido casi a pies juntillas y, pese a que sus intereses y su relación con China son bien diferentes, no hay muchos visos de que podamos esperar una postura autónoma europea en el futuro.
El simple hecho de que no veamos a China como un brillante ejemplo de lo que la humanidad puede conseguir a través del desarrollo pacífico y la planificación a largo plazo muestra cuánta propaganda mediática hemos recibido durante años.
En los últimos 43 años, China ha pasado de ser uno de los países más pobres del mundo a convertirse en la segunda potencia económica, una transformación inédita en tan breve espacio de tiempo. Y lo ha hecho sin disparar un solo tiro fuera de sus fronteras.
En ese ascenso pacífico, ha contribuido largamente al crecimiento mundial y al de sus vecinos, ha acogido las fábricas que nosotros no queríamos, en las que sus gentes trabajan duro largas horas para elaborar los productos que consumimos.
Y ahora pretendemos hacer creer a todo el mundo que representan una amenaza, cuando los chinos no tienen ninguna intención de imponerse a nadie, sino de centrarse en ellos mismos y continuar mejorando su bienestar.
Imagínense ser uno de los cientos de millones de chinos que, con mucho esfuerzo, acaban de escapar de 200 años de extrema pobreza, creada en gran medida por la dominación occidental, y leer titulares como este de Foreign Policy: “América solo ganará si China cae”.
Es decir, que para que “gane” América, aunque no sepamos bien qué significa “ganar”, China debe derrumbarse, entrar en una espiral de caos y violencia, renunciar a todo lo conseguido y volver a la pobreza.
Ya va siendo hora de que dejemos de pensar en las relaciones internacionales como un continúo combate entre ganadores y perdedores. Y de creer que siempre deben basarse en el deseo de unos países de colonizar, conquistar o dominar a otros.
No es más que una proyección de las actitudes que conocemos por experiencia en los dos siglos de historia comandada por Occidente, o más bien por las potencias anglosajonas, el Reino Unido primero y Estados Unidos después. Quizás ha llegado el momento de aprender de otras formas en las que relacionarse o al menos darles una oportunidad.
Estados Unidos se niega a aceptar el hecho inevitable de que dejará de ser la primera potencia mundial y pretende abocar al planeta a una nueva disputa de guerra fría, insostenible en un mundo global e interconectado.
Y la alternativa no es “perder” como nos quieren hacer ver, sino simplemente admitir que para vivir en armonía en el planeta no puede uno hacer siempre lo que se le antoje, dedicarse a arreglar su propia casa en lugar de destruir la de los demás y afrontar en actitud cooperativa los graves problemas globales.
Aceptar un mundo multipolar en el que todos, incluso ellos mismos, puedan vivir mucho más tranquilos, comerciando con todo el planeta y dedicando sus energías y recursos a mejorar la vida de su población en lugar de al enriquecimiento de unos pocos. Intercambiando bienes, conocimiento y cultura, en lugar de armas y bombas. Dejar de promover guerras y colaborar en la recuperación de los valores más genuinos de la humanidad.
Eso es lo que quiere China. Y sería un error histórico colosal no permitírselo. Un error de consecuencias impredecibles.
Mientras Occidente vive su decadencia, China está viviendo su renacimiento, un periodo lleno de cambios, energía y expectativas.
Hay infinidad de cosas que se pueden escribir sobre la transformación que viven estas tierras, que más que un país conforman un diverso continente habitado por 56 grupos étnicos en 32 provincias y regiones, muy diferentes unas de otras.
El antiguo reino del centro se puede abordar desde un enfoque personal, económico, político, social, cultural, filosófico, lingüístico o desde el de su fascinante poesía, que define como ninguna otra cosa al país y al modo de ser de sus gentes.
Aquí me he centrado en tratar, de la forma más documentada posible, aspectos que considero decisivos en este momento para China y para el mundo: la erradicación de tres cuartos de la pobreza extrema del planeta, la lucha contra las desigualdades, la transformación ecológica, el pragmatismo chino y cómo el resto del planeta podría seguir aprendiendo de todo ello en su beneficio.
Son cuestiones poco conocidas, de las que prácticamente no se informa porque no interesa a la narrativa dominante, que pretende convertirle en una amenaza a la que hay que plantar cara.
También he intentado analizar cómo ese marco determina las noticias que nos llegan sobre China y que nos pintan un país que no se corresponde en absoluto con la realidad. Una visión claramente sesgada, impuesta por los poderes políticos, económicos y mediáticos occidentales, que vulnera el derecho a recibir información veraz de los ciudadanos