El Reino del Medio versus la nación excepcional Alfredo Toro Hardy es diplomático y escritor venezolano

In Análisis, Política exterior by Xulio Ríos

El término chino para China es zhongguo. El mismo puede ser traducido al español como el Reino Central o el Reino del Medio. Esta noción fue articulada por primera vez durante la dinastía Zhou en el primer milenio antes de Cristo. El Reino del Medio era considerado como el centro geográfico del mundo y el centro del poder mundial. Un lugar intermedio entre los cielos y las demás civilizaciones inferiores. El principio que regía su visión del mundo se sustentaba en el concepto de Tianxia: “Todo lo que existe bajo los cielos”. En su centro se encontraba el Emperador, cuyo mandato no conocía fronteras.

         De allí se derivó uno de los sistemas internacionales más conspicuos de la historia de la civilización, basado en el control indirecto por parte de China sobre una fracción significativa del mundo. La Pax Sínica se sustentaba en una proposición básica: Acepta nuestra superioridad y nosotros te conferiremos legitimidad política y los beneficios de nuestra civilización. En fecha tan reciente como 1776, de acuerdo a Adam Smith, China resultaba tan rica como toda Europa junta. Sin embargo, mientras parte de Europa con Gran Bretaña a la cabeza se adentró en la revolución industrial, experimentando como resultado una extraordinaria expansión económica, China quedó atada a su modelo económico tradicional. Algo similar ocurrió al nivel de la modernización militar. 

         El resultado de este desfase se tradujo para China en el llamado “Siglo de Humillación”. Entre 1842 y 1945, China habría de sufrir toda clase de expoliaciones por parte de las principales potencias occidentales y de su vástago Japón. Ello colocaría de rodillas a esta orgullosa nación, a este Estado-Civilización que se percibía a si mismo como epicentro del orden mundial. 

         Sin embargo, China está de regreso. Según el ex Primer Ministro australiano Kevin Rudd lo ocurrido en ese país es el equivalente a la combustión simultánea de la revolución industrial británica y de la revolución global de la información, pero comprimidos en 30 años y no en 300. En la mente del liderazgo y de la población china lo ocurrido en estas últimas décadas no se corresponde a un despegue, sino a una restauración. En otras palabras, este supuesto emerger no es más que  un retorno a la posición de preeminencia que la nación siempre ocupó en los anales de la historia humana. Tal percepción entraña, inexorablemente, una fijación con el pasado. Para China, moverse hacia delante no significa otra cosa que moverse hacia atrás.

         Contrabalanceando a China encontramos a la “nación excepcional”, término acuñado por Alexis de Tocqueville para describir a Estados Unidos pocas décadas después de su nacimiento. Ello daba origen a la noción de “excepcionalismo”, con la cual los habitantes de ese país han identificado siempre al mismo. Si bajo la trayectoria multimilenaria de China el siglo de humillación no resulta más que un parpadear de ojos, la historia de Estados Unidos no debería representar más que un par de parpadeos. Sin embargo, las cosas no resultan tan sencillas. Si China se siente poseedora de una historia sin paralelos, Estados Unidos se siente depositario de una misión trascendente. Herman Melville se hacía eco de este sentido de misión cuando en el siglo XIX escribía que los estadounidenses representaban el pueblo escogido, el nuevo Israel, portadores del Arca de las Libertades y encargados de la responsabilidad de difundir éstas por el mundo. 

         Esta percepción muy particular de su propósito en la Tierra, ha sido siempre asumida por los estadounidenses como una suerte de religión secular, proporcional a su Cristianismo ferviente. No en balde Ralph Waldo Emerson, el más importante filósofo en intérprete de su país en el siglo XIX, señalaba que ser estadounidense representaba en si mismo una experiencia religiosa. Thomas Jefferson proclamaba que la política exterior de Estados Unidos debía sustentarse en los altos valores morales del país, identificados con las libertades que emanaban de su democracia. La suya, era una sociedad llamada a iluminar al resto de la humanidad, diseminando las virtudes de su modelo. Woodrow Wilson conceptualizaría, ya en las primeras décadas del siglo XX, los alcances de este sentido de misión. No resulta sorprendente por tanto que, a pesar de resultar una nación joven, Estados Unidos se encuentre recubierto de un pesado ropaje de tradición.

         El Reino del Medio y la nación excepcional se encuentran a contracorriente en el flujo de la realidad internacional de nuestros días. Ello hace de este un momento particularmente difícil y peligroso en el tiempo. Tanto China como Estados Unidos resultan prisioneros de su historia y de sus mitos nacionales. Ninguno de los dos puede mirar hacia delante sin la distorsión que imponen sus propios lentes subjetivos. Ambos se sienten depositarios de títulos tan indeclinables como elevados. Ninguno puede ceder ante el otro sin perderse a si mismo. Así las cosas, el conflicto ideológico de la Guerra Fría palidece por comparación.