Se diría que China ha logrado superar con holgura el desafío planteado por la crisis financiera global. No solo ha continuado creciendo más allá del objetivo oficial del 8% (aplicando un gran paquete de estímulo, fomentando del consumo interno y diversificando sus mercados de exportación) sino que le ha permitido confirmarse de forma clara y rotunda como una nueva potencia central del sistema internacional. La necesidad de dar respuesta a la crisis, sin embargo, ha dejado a un lado otra prioridad esencial, la de conformar un nuevo modelo de desarrollo basado en la creatividad, los servicios, el impulso tecnológico, social, y una mayor consideración de las exigencias ambientales. Es en estos últimos frentes en los que 2009 ha dejado al pairo los grandes agujeros negros del proceso chino.
Las desigualdades sociales entre los diferentes estratos y entre el campo y la ciudad (en ingresos y en servicios) no han dejado de crecer, hasta el punto de que la Academia de Ciencias Sociales de China ha advertido en un reciente informe que peligra seriamente la estabilidad y la prosperidad del país, ya que la inmensa población rural, aun mayoritaria, posee apenas una mínima parte de la riqueza social, circunstancia que la inhabilita para convertirse en un dinamizador del consumo y generadora de altas tasas de crecimiento que, de seguir así las cosas, podrían tener los años contados.
La crisis se ha traducido en despidos de más de 20 millones de obreros inmigrantes del campo y crecientes dificultades para generar nuevas oportunidades de empleo en las ciudades, si bien, oficialmente, la desocupación no alcanza el 5%, cifra a la que pocos dan crédito. Los conflictos sociales, cada vez más extendidos y radicalizados (con linchamientos, ocupaciones de fábricas o serios disturbios), lejos de ser anecdóticos, constituyen una seria advertencia al gobierno y al PCCh de que la armonía predicada por el presidente Hu Jintao no puede implantarse con la remoción de los funcionarios incompetentes, una mejor capacitación de la policía para enfrentarse a los manifestantes ni limitarse a un simple juego de palabras sino que requiere la garantía de una elemental justicia social. La persecución de la corrupción, intensificada en el último año, o la lucha contra la criminalidad, pese a la espectacularidad que ha rodeado su puesta en escena, no han podido disimular las muestras de insatisfacción.
Los esfuerzos en materia de seguridad laboral, de mejora del acceso a servicios públicos básicos como la salud o la educación, la debilidad de un sistema de pensiones que margina a la inmensa mayoría de la población rural (los mayores de 60 años representan el 12% de la población china) son dimensiones de un problema al que el gobierno chino responde insuficientemente.
En lo que respecta al medio ambiente, al ya mayor mercado de automóviles del mundo le cuesta aceptar la moderación de su desarrollo en aras de contribuir en mayor medida al saneamiento global. Pero las consecuencias (en forma de erosión, contaminación, sequía, etc., pero también en daños a la salud humana) y los conflictos derivados de tal proceder (con movilizaciones sociales en progresión) aumentan en China a una velocidad de vértigo.
Los desequilibrios en el desarrollo económico y social, ha señalado la oficial Academia de Ciencias Sociales, es el mayor desafío que enfrenta China. Sin más audacia y empeño en la reducción de las diferencias entre las zonas urbanas y rurales, a nivel interregional y entre las distintas capas sociales, la estabilidad peligra seriamente.
El gobierno chino deslumbra a Occidente con el esplendor de unas cifras macroeconómicas que contrastan con nuestros pobres resultados. No obstante, estas esconden un sinfín de graves problemas estructurales y sociales que de no atajarse adecuadamente y con urgencia pueden dar al traste con la desigual bonanza generada por la reforma en las tres últimas décadas.