Los sucesos de las últimas semanas han acabado con la alegría que la próxima celebración de las Olimpiadas despertaba en numerosos sectores de la sociedad china.
Hoy parecen desear que pronto se acabe todo de una vez. Ya poco importan los asombrosos edificios construidos, las mejoras experimentadas en la capital o, más aún, el simbolismo de su incorporación a un mundo que parece multiplicar sus muestras de rechazo. A los disturbios del 14 de marzo en Tibet y la reacción occidental, se suma la preocupación por la emergencia de otros episodios de protesta (los seguidores de Falun Gong, por ejemplo) e incluso la hipótesis de acciones terroristas (por parte de grupos de uygures musulmanes de Xingjiang). La desatada multiplicidad de frentes, internos y externos, deja en el aire cierta sensación de haber caído en una trampa.
No obstante, la mayor decepción radica en el comportamiento advertido en los principales países desarrollados, especialmente en líderes y en medios de comunicación, a quienes se acusa aquí de parcialidad interesada en la presentación de los sucesos de Tibet. En tal sentido, sería bueno distinguir entre lo ocurrido el 14 de marzo y la cuestión tibetana y el presente y futuro de las autonomías chinas. Respecto a lo primero, es evidente que a alguien se le fue la mano en unas manifestaciones que lo fueron todo menos pacíficas y espontáneas. La clásica reacción controladora del gobierno chino facilitó la credibilidad otorgada a otros medios con claros intereses más allá de lo meramente informativo y hoy resulta difícil contrastar y averiguar la verdad de lo sucedido, incluso el simple número de las víctimas mortales. Las autonomías en China, por otra parte, constituyen el factor político clave, y mientras el régimen no sea capaz de instrumentar una reforma que facilite tanto el autogobierno efectivo de las nacionalidades minoritarias como la plasmación de una nueva lealtad, los problemas seguirán creciendo. Esa reforma pendiente y necesaria podría establecer puntos de encuentro con el Dalai Lama, quien también debería facilitar la emergencia de un liderazgo civil de las reivindicaciones tibetanas, despejando dudas, sin hablar ahora ni de su pasado ni de sus padrinos, acerca de sus preferencias teocráticas.
Quienes piensan ahora que reclamando el boicot están ayudando a la sociedad china a alcanzar mayores cotas de libertad y respeto de los derechos humanos, se equivocan y mucho. En los muros de China no existen dazibaos demandando ninguna de las dos cosas (aunque terminen haciéndolo si el régimen se obstina) y cuando uno reclama, por ejemplo, algo tan elemental como la abolición de la pena capital, se puede encontrar con una furibunda oposición de buena parte de la sociedad que la acepta con una complacencia que tiene hondas raíces históricas y culturales. En la agenda de buena parte de los chinos no figura hoy otra obsesión que librarse de la pobreza y las protestas occidentales solo sirven para reforzar el nacionalismo, el patriotismo, la percepción de la hostilidad y hasta una mezcla de temor y envidia de su creciente poder, y la subsiguiente identificación con el régimen, que ve ratificado así su anuncio de que había que prepararse para “tiempos difíciles”. En China, todo esto no le complica las cosas al PCCh.
La presión olímpica no es un hecho casual ni aislado. China es hoy señalada como la única culpable del aumento de los precios del petróleo y de numerosas materias primas, de los cereales y hasta, si me apuran, del cambio climático. Todo ello forma parte de una amplia y reconocible estrategia económica y geopolítica que incluye el reforzamiento de la alianza occidental para contrarrestar y condicionar la emergencia del coloso oriental. No es imaginable que Beijing haga concesiones bajo presión. Incluso, de seguir así las cosas, en materia de derechos humanos, no debería descartarse un endurecimiento del régimen en la secuencia post-olímpica. China no se cree la sinceridad de Occidente y no le falta razón si nos atenemos a las múltiples dobles varas de medir utilizadas en materia de libertades (¿porqué los tibetanos si y los kurdos no, por ejemplo?).
Claro que China es muy vulnerable en muchos aspectos. Hablemos de derechos civiles o políticos, las carencias son bien visibles y no está claro que el objetivo del régimen sea mejorar su estándar, a pesar de que, en términos simbólicos, se han producido algunos reconocimientos significativos en los últimos años. Los chinos recuerdan que en el París que apagó la antorcha, la Revolución Francesa se produjo en 1789 y que, sin embargo, las mujeres solo pudieron votar a partir de 1945; por no hablar de las dificultades del ejercicio del derecho de sufragio de la población negra en EEUU, una lucha que consumió varios siglos y grandes sacrificios. El ritmo de la transformación china presenta desafíos enormes en un territorio tan vasto y con una población tan inmensa. Tiene cierta lógica su preocupación por la estabilidad política, aunque tampoco debería servir de excusa para escamotear un mayor reformismo en áreas como las autonomías, hoy, en gran media, un desfasado ejercicio de cinismo de la mayoría han. Y es verdad que mientras con una mano se flexibilizan ciertas libertades, algo apreciable a simple vista, en otros casos, la represión es ejercida con una implacabilidad desconcertante.
La insistencia en la búsqueda de un camino propio disgusta en ese Occidente convertido en adalid del binomio teológico pluralismo-mercado y que rechaza cualquier alternativa que suponga un ejercicio de nacionalismo desafiante para sus intereses. A fin de cuentas, ese es el problema real de todo este embrollo: hemos hablado poco de China mientras las multinacionales occidentales amasaron grandes beneficios aprovechándose de las ventajosas condiciones facilitadas por Beijing, pero cuando China va camino de completar su proceso de acumulación, quiere contar sus propias multinacionales, su propia capacidad tecnológica, establece reglas más estrictas para las inversiones extranjeras o rechaza hacer de monaguillo en el sistema internacional, vienen los problemas. Y mientras no ceda habrá más.