En la cumbre Biden-Xi de San Francisco, el presidente chino aseguró a su homólogo estadounidense que Beijing no albergaba intención alguna de desatar una acción militar inmediata contra Taiwán. Ni para 2027, cuando se celebrará el centenario del Ejército Popular de Liberación (EPL), ni para 2035, cuando se pondrá término a la primera etapa de la hoja de ruta marcada por el xiísmo para culminar, en 2049, la modernización del país. Con independencia de que leyendo entre líneas eso signifique que Xi tiene previsto cumplir dos mandatos más, se le puede creer o no pero lo cierto es que no acostumbran a decir una cosa y hacer otra. Eso no implica tampoco que se abandone a la idea del recurso a la fuerza en caso de alteración sustancial del statu quo. A cambio, Xi pidió a Biden que cesara en sus ventas de armas a la isla y en el apoyo al independentismo. Ninguno de estos dos requerimientos tiene visos de prosperar.
La afirmación de Xi desmiente las conjeturas de buena parte de especialistas, estrategas y consultores conservadores estadounidenses, pero es noticia solo relativamente. El liderazgo chino ha insistido en su apuesta preferente por una reunificación pacífica. A pesar de ello, en los últimos tiempos se ha reiterado el peligro de una amenaza militar a la vista de la exhibición recurrente de musculatura castrense en el Estrecho de Taiwán, a menudo reactivamente a consecuencia de lo que Beijing interpreta como muestras de apoyo al secesionismo (la visita de Nancy Pelosi, por ejemplo) o como rechazo precisamente de las ventas de armas u otras medidas significativas de corte político. A raíz de la guerra en Ucrania se han multiplicado los temores de un “aprovechamiento” de la crisis bélica en Europa para desatar otra contienda paralela, un golpe de mano, en el Estrecho de Taiwán. Otro tanto podría decirse ahora con la guerra en Oriente Medio. Y quizá esos tambores resuenen de nuevo cuando más convenga al calendario y la estrategia de sus promotores.
En la campaña electoral en transcurso en Taiwán para las importantes elecciones presidenciales y legislativas del 13 de enero próximo, la cuestión de la guerra y la paz es uno de los ejes principales de debate. La oposición insiste en que una victoria del soberanismo puede hacer inevitable el conflicto armado y ese temor alienta su esperanza de triunfo ya que puede presumir de una mejor relación, disuasoria, con China continental. El mayor inconveniente es su división en dos fuerzas (el Kuomintang –KMT- y el Partido Popular de Taiwán –PPT-), que prácticamente dividen el voto por la mitad. Pese a que han intentado fraguar la unidad, las negociaciones han fracasado, lo cual, por otra parte, resta credibilidad a su clamor sobre la emergencia de ese compromiso con la paz.
También la “embajadora” de EEUU en Taipéi, Sandra Oudkirk, ha terciado para asegurar que no cree que Taiwán enfrente una amenaza inminente de una invasión del EPL. Sus declaraciones benefician los planteamientos del secesionismo, que resta importancia al planteamiento opositor y quiere llevar el debate electoral a otros extremos, planteando la tesitura no de la guerra y la paz sino de la democracia y el autoritarismo. Sin dejar de persistir en el fortalecimiento acusado de las capacidades de defensa con el inestimable auxilio de la industria militar estadounidense, se trata de exaltar las bondades de su sistema político y sus apoyos internacionales frente a las hipotéticas ventajas de una relación más estrecha con el continente. Tampoco tiene complicado que cuaje aunque la memoria de lo acontecido en la crisis de Hong Kong que tanto ayudó a la victoria de la actual presidenta Tsai Ing-wen en 2020 esté ya un poco adormecida.
En estos comicios, Washington tiene una gran ventaja sobre Beijing. Gane quien gane, sus posibilidades de entendimiento con cualquiera de los candidatos son altas y están abiertas. Es verdad que quizá más holgadas con los independentistas, con quienes comparte una similar apuesta por la tensión estratégica con China. Pero las oposiciones (la azul del KMT y la blanca del PPT) están también muy pendientes de EEUU y tratan de ganarse su favor. Ganar con el viento del Oeste en contra no es fácil en el Este. Por el contrario, una victoria del soberanista Partido Democrático Progresista (PDP), tras dos mandatos consecutivos al frente del gobierno, pone en un brete la política taiwanesa de Beijing que desde 2016 mantiene suspendida la comunicación oficiosa con Taipéi por su rechazo absoluto al principio de “una sola China”. Además, según dictamine el resultado quien debe liderar la oposición, puede propiciarse una quiebra añadida de la cooperación establecida entre el Partido Comunista y el KMT para frenar el independentismo.
El alejamiento de la sociedad taiwanesa del continente, especialmente de las nuevas generaciones, es producto de una transformación demográfica profunda marcada por la práctica desaparición de los llegados del continente en 1949 y la merma de su influencia ideológica. La taiwanización como proceso natural y las políticas de desinización promovidas por el soberanismo acorralan la identidad china, que decrece en la isla. Y puede que la zanahoria del pragmatismo económico o laboral que apunta a los beneficios de una mayor integración con el continente no sea suficiente compensación.
Aunque la guerra o la paz no sea la cuestión, es probable que la gesticulación militar se cuele en la campaña, como ha ocurrido en otras ocasiones. Es previsible que el oficialismo evite dar excusas para ello; también EEUU se mostrará cauto en las próximas semanas. Si esto tiene éxito, la debilidad argumental de la oposición puede ser más apreciable. Si con ella China quiere enviar un mensaje a los electores debe ponderar si conlleva efectos indeseados.
No conviene perder de vista en todo caso que Xi Jinping ha señalado que el problema de Taiwán no se puede dejar sin solución de generación en generación, que es un interés central y que constituye el nervio principal de la relación con EEUU. Que el PCCh pueda articular una propuesta pacífica, como desea, en esta década, depende en buena medida de si dispone o no en Taipéi de un poder receptivo a sus tesis, aunque los parámetros sobre los que se establezca sean ya otros ante la aparente caducidad de las fórmulas propiciadas por el denguismo, vanguardistas quizá en su día pero hoy con difícil recorrido.
(Para Diario Público)