Tras la invasión rusa a Ucrania y la reconstitución de la Alianza Atlántica que esta aparejó, mucho se habla del papel que Occidente jugaría en caso de una invasión a Taiwán por parte de la República Popular China. Ello implícitamente asume que la cohesión entre Europa, Estados Unidos y Canadá se mantendría en tal caso. Se está muy lejos, sin embargo, de que esto sea un supuesto dado. En primer lugar, salvo que Estados Unidos o cualquier otro miembro de la OTAN fuese atacado por China, en el contexto de una agresión contra Taiwán, no habría lugar para una repuesta concertada de dicha organización. En segundo lugar, hasta prueba en contrario la cohesión que hoy muestra la Alianza Atlántica debe asumirse como coyuntural. En palabras de Emmanuel Macron la misma sufría de muerte cerebral en tiempos de Trump y sólo la invasión de un país europeo, y el riesgo de que el conflicto se extendiera a los predios mismos de la OTAN, permitió que saliera de su estado comatoso. No obstante, son muchas las interrogantes que aún quedan por responder, entre ellas las siguientes: ¿Sobreviviría esta cohesión a una guerra larga en Ucrania? ¿Sobreviviría a una posible reelección de Donald Trump?
La propia Unión Europea, de su lado, carecería de incentivos para imponer sanciones a Beijing e involucrarse en un conflicto lejano, legalmente ambiguo y a contracorriente de sus intereses económicos. No debe olvidarse, en este último sentido, que China sobrepasó a Estados Unidos como mayor socio comercial de la Unión Europea. En 2020 el comercio europeo con Pekín alcanzó 709 millardos de dólares frente a los 671 millardos que le representó Estados Unidos. Más aún, entre ahora y 2030 el consumo chino está supuesto a superar la capacidad de consumo combinada de Estados Unidos y la Unión Europea (Alfredo Toro Hardy, America’s Two Cold Wars, London, 2022).
Así las cosas, más que preguntarse que papel podría jugar Occidente en caso de una invasión a Taiwán, dicha interrogante debería restringirse a que podría hacer Estados Unidos si dicho supuesto se presentase. Lo cierto es que aún para Washington apoyar a Taiwán le representaría una decisión extremadamente difícil. Ello por cuatro razones básicas: las distancias involucradas, la correlación de fuerzas militares sobre lugar, la asimetría de intereses y la falta de asidero legal.
En primer lugar, se encuentra el factor distancia. Entre California y Taiwán esta es de 11.265 kilómetros, mientras que de Hawái a Taiwán hay 8.529 kilómetros. A la inversa, la distancia entre Taiwán y la República Popular China es de es de sólo 144 kilómetros. Ello configura, en relación a Estados Unidos, lo que John Mearsheimer ha denominado como el poder paralizante de las grandes distancias marítimas. Es decir, la distancia entre dos costas como factor disuasivo a cualquier involucramiento militar (The Tragedy of Great Power Politics, New York, 2001).
En segundo lugar, el grueso de la armada china se concentra en los alrededores de sus costas. Tanto a nivel de naves de guerra como de fuerzas submarinas estas representan las mayores del mundo, sobrepasando numéricamente a las de Estados Unidos. Sin embargo, mientras las fuerzas navales estadounidenses se encuentran diseminadas en nueve comandos regionales distribuidos en diversos puntos del planeta, las chinas se congregan mayoritariamente cerca de sus costas. A ello se suma el armamento localizado en estas últimas, incluyendo los misiles DF21/CSS-5, susceptibles de hundir portaaviones a más de 2.414 kilómetros de distancia. Todo ello genera una sinergia anti acceso y de denegación de espacio mayúsculos (M.R. Auslin, Asia’s New Geopolitics, Stanford, 2020).
En tercer lugar, se encuentra el significado asimétrico que esa isla tiene para ambas partes. Para Pekín, la reunificación con Taiwán asume carácter existencial. Ello entrañaría una restitución histórica y un acto de afirmación soberana. Se trataría del último cabo por atar resultante del “siglo de humillación” sufrido ente 1842 y 1945. Para materializar lo que considera como su derecho natural sobre esa isla, el régimen comunista estaría dispuesto a asumir cualquier costo, por elevado que este fuese. Para Washington, en cambio, sólo su reputación estaría en juego.
En cuarto lugar, se encuentra la falta de asidero legal. Estados Unidos no estaría saliendo a la defensa de un Estado soberano. Muy por el contrario, desde el Comunicado Conjunto firmado en 1972 entre Washington y Pekín hasta nuestros días, el primero nunca ha cuestionado la llamada política de “una sola China”. Un buen ejemplo de ella fue la política de los “tres no” de la Administración Clinton. Según la misma, Estados Unidos “no” reconocía a un Taiwán independiente, “no” reconocía la existencia de dos Chinas y “no” brindaba su apoyo al ingreso de Taiwán a ninguna organización interestatal. Aunque Washington estaría relajando su postura ante el último de estos tres no, los dos primeros permanecen inalterables. ¿Cómo ir a la guerra en defensa de una soberanía que no se reconoce?